Sus ojos son asombrosos. Enormes. Atractivos. Profundos. Miras en sus ojos y te quedas enganchado. Ya no puedes dejar de mirarlos. Maldición. Ella toda es así, una vez que le echas un vistazo, y ya te olvidas de todo.
–La cena está lista –digo.
Katya guarda silencio. Ni siquiera se mueve. Sólo sus pestañas tiemblan proyectando sombra sobre sus mejillas ligeramente enrojecidas.
Veo que la chica se quedó pensativa. Seguramente está pensando en cómo enviarme directamente al infierno junto con la cena.
Cuando la vi por primera vez, entendí de inmediato: es ella.
Ella es hermosa. Asombrosamente bella.
Cuando la vi por primera vez, en aquella oficina, me quedé atónito. No podía decir ni una sola palabra, solo estaba mirándola. Ella se estremeció, se le resbalaron las gafas, apenas pudo atraparlas y apretarlas con sus manos temblorosas. Su boca se quedó ligeramente entreabierta, sus cejas se levantaron. Un grito ahogado salió de su garganta, su blusa de tela delgada se estiraba sobre su pecho, como si me pidiera ser rasgada.
Ya no me importaba nada. Olvidé a qué vine. Los documentos. La empresa. La venganza. De repente todo esto dejo de ser importante para mí. No sé cómo pero me obligué a mí mismo a recordar a que había venido y poner las manos a la obra.
No hay tiempo para la diversión, maldita sea. Debo seguir con lo mío.
Hace tiempo que no tengo una chica normal. Las chicas con las que estuve divirtiéndome en la prisión no cuentan. Y al salir de la cárcel, de inmediato me puse a trabajar. No tenía tiempo para las mujeres. Debía luchar por devolver lo que era mío.
Así me explicaba entonces mi comportamiento.
La chica era hermosa. Pero siempre había un montón de chicas hermosas alrededor de mí. Hacía mucho tiempo que no tenía sexo, por eso reaccioné así. Bueno, me relajaré por la noche. No habrá problemas con las chicas en "El Cartel".
Eso pensaba mientras estaba intentando abrir la caja fuerte.
Y luego salí del despacho de jefe y vi que Guenady la estaba tocando con sus sucios tentáculos. Estaba agarrando a la chica por un hombro y la estaba sacudiendo. Fue entonces cuando me puse enfadado.
–¡Quita tus malditos manos de ella! –grité.
Cualquiera quién toque lo que es mío debe ser castigado.
Y ella es mía. Lo entendí en aquel preciso momento. Aunque sólo sea por un par de noches. Hasta que pierda las ganas de estar con ella. Pero por ahora es mía.
Fui un imbécil. Todavía no sabía qué me quedé fuertemente enganchado.
–Aquí hay demasiada comida –dice la chica en voz baja y echa una mirada al carrito lleno de comida–. Yo sólo he pedido una pasta de mariscos y un jugo.
–Y yo he pedido el resto de los platos –digo–. Es una cena para nosotros dos.
–Entonces sería mejor que cada uno coja su pedido...
Katya ya está alcanzando su plato para sacarme rápidamente de aquí. Una bata demasiado grande para ella se abre en la altura del pecho, dejando al descubierto una camiseta con un estampado de mariposas, pero la chica enseguida tapa su pecho, como si tuviera miedo de mostrar demasiado cuerpo. Es como si estuviera totalmente desnuda debajo de esa bata, demonios.
En realidad, no me importa lo que lleve puesto. Que esté en pijama o vestida de un traje elegante. O que lleve un vestido sencillo. Prefiero, por supuesto, que esté totalmente desnuda. Y que se encuentre debajo de mí.
Pero está claro que por ahora es un sueño imposible.
–¿Para qué perder el tiempo? –la interrumpo–. Mientras estemos aquí discutiendo, la comida se va a enfriar.
–¿Que sugieres?
–Vamos a cenar y luego me iré.
Mi voz suena con cierta indiferencia. Pero la chica me mira a los ojos como si pudiera leer mis pensamientos sucios sin ningún problema.
No. Ella no sabe lo que pienso. De lo contrario, me habría echado de la habitación hace mucho tiempo.
–Tengo hambre –agrego.
Hambre. Sí, joder. Pero es otro tipo de hambre, no de comida.
–Comeré rápido –la aseguro, porque ya me dejé llevar y no puedo parar–. ¿O tienes miedo de que te coma a ti?
Es demasiado. Ya lo sé. Pero ya no hay marcha atrás.
Los dos sabemos perfectamente que estoy mintiendo. No me voy a ir rápido. Y de nada le sirve mostrar su miedo. No pienso irme.
–No te tengo miedo –responde Katya de una manera uniforme–. Sé que eres un hombre de palabra.
Vaya. Qué respuesta.
Pero ni siquiera son sus palabras las que me detienen. Es la mirada de sus ojos la que me condena. Solo basta una mirada suya, y eso es todo; funciona como un collar duro para un perro. Lo apacigua y lo conduce a una jaula. Y ya no me importa que dentro de mi pecho pelean unos animales salvajes. El animal más salvaje estará esperando. Va a enseñar sus dientes, va a gotear saliva, pero va a esperar.
Ella se hace a un lado y me deja entrar en la habitación.