Salvaje

36

–Dijiste que tenías hambre –dice Katya.

Me mira atentamente. Frunce el ceño.

–Sí –cojo el primer plato que tengo a mano.

No puedo quitarle los ojos de encima. Me atrae la forma en que maneja el cuchillo y el tenedor. Inteligentemente, de acuerdo a todas las reglas de etiqueta, de las que no entiendo nada, pero la chica sí.

Ella lo hace bien. Sus dedos largos y delgados se mueven suavemente. Sus frágiles manos revolotean sobre el plato. Quiero apretar sus muñecas, arrimar mis labios contra los de ella, sentir su pulso bajo mi boca.

Ella es asombrosa. Todo lo que hace es asombroso.

Su cabello oscuro está suelto. Mojado después de la ducha. Los mechones se rizan ligeramente y caen sobre los hombros.

Me gusta mucho más este peinado suyo que aquel moño que suele hacerse en la nuca. Su ridículo moño que tanto le gusta hacer me deja desesperado, porque me tienta a despeinarla, a envolver sus sedosos rizos alrededor de mi puño.

Y las gafas que usa mientras está trabajando también me desesperan. Quiero ver sus ojos directamente, como ahora. No a través de unos cristales.

Me quedo inmóvil examinando su rostro. Sus cejas son altas y arqueadas. Su nariz es recta. Cada rasgo de su rostro parece estar cincelado con mucha precisión. Sus pómulos. Su mentón... Quiero dibujar con mis dedos cada línea de su cara. Con mis labios. Con la lengua.

Definitivamente, me está volviendo loco.

Al principio todo me parecía un juego. Un reto. Pero cuanto más tiempo pasaba, más claramente entendía la esencia de mis propios sentimientos.

Es como un cortocircuito. Muy fuerte. Cuando te da un golpe de esos, es imposible volver a la realidad.

Cómo reacciono al oír el sonido de sus tacones en el pasillo. Reacciono a cualquier gesto suyo. A su manera de respirar. De exhalar el aire. Ella parece tan frágil. Pero es solo una apariencia. En realidad ella es fuerte. Inflexible. Supo resistir.

¿Cómo pudo haber firmado el contrato de trabajo?

Aparentemente, ella misma no se dio cuenta. Pude engañarla con mi charla. Y eso fue suficiente. Decidí que estaríamos juntos todo el tiempo. Y así tendré una oportunidad  de tomar lo que considero mío.

Pero no pasó nada. Ella simplemente me jodió.

–La cena se va a enfriar –dice Katya.

Frunce los labios. Su boca es tan jugosa. Todavía puedo sentir su sabor. Su dulzura. Su blandura. Su ternura.

Katya me señala mi plato con la mirada, pero yo no me muevo.

La devoro con mis ojos. No me permite que la toque. Pero no puede prohibirme que la mire.

–Si no tienes hambre...

–Sí, tengo hambre –la interrumpo–. Y mucha.

Pruebo la comida que se encuentra delante mis ojos.

Es sabrosa. Tal vez. Ella sabe mejor que cualquier comida. Su mirada. Su voz.

Katya comienza a hablar tratando de apaciguar la situación. No soporta quedarse en silencio. Prefiere hablar sobre algo de poca importancia. Yo le respondo sin pensar.

Ella me vuelve completamente loco. Por el brillo de sus ojos. Hay una luz trascendental en ellos. Por su olor. Por la frescura que la envuelve.

Joder. Es mejor que me vaya ahora mismo. De lo contrario, las cosas se van a empeorar.

¡Lejos de ella! ¡A tomar una ducha fría!

Pero ni siquiera me muevo.

–¿Por qué no comes? –pregunto al notar que su plato sigue estando casi intacto.

–Estoy comiendo –responde Katya en voz baja.

Necesitamos calmarnos. Cambiar de tema.

Envuelvo los espaguetis alrededor de mi tenedor. Muevo mis mandíbulas haciendo que mis dientes crujan. Y una vez terminado el plato, tomo una taza de café de un sorbo.

De repente recupero la compostura. Capto su mirada. Ella me mira a mí. Y luego, a mi plato.

–Maldita sea –digo sacudiendo la cabeza–. Joder, creo que me he comido tus espaguetis.

–No pasa nada –sonríe nerviosamente–. Buen provecho.

–Pediré otro plato para ti –cojo el teléfono–. Ahora mismo…

–No es necesario –se niega de inmediato–. Comeré el pescado a la plancha. Parece que tiene buen sabor.

Mi bolsillo está vacío. Al parecer dejé mi teléfono móvil en la habitación. Y es que estoy esperando una llamada importante. Sobre el asunto de Aidarov. Aunque ahora ya no me parece tan importante. Luego llamaré yo mismo y voy a resolver el asunto.

Ella me mira de nuevo.

Y de repente extiende la mano. Toca mi mejilla. Este simple gesto provoca en mí una descarga eléctrica.

–Te has manchado con la salsa –dice en voz baja–. Espera, mejor te limpiaré con una servilleta...

Aparta su mano de mi cara.

–No.

Intercepto su frágil muñeca. Devuelvo su mano al lugar donde estaba. La cubro con mis dedos y la arrimo contra mi mejilla.




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