Cuando ingresé a cuarto de secundaria empecé a ver videos de ejercicios, rutinas, alimentación sana. Empecé a entrenar todos los días: mañana, tarde y noche. Mi desayuno consistía en una jarra de leche y un paquete de galletas integrales; mi almuerzo era puré de verduras o una pequeña porción de pollo con una o dos pechugas de pollo y de cena solo ingería una barra de cereal.
Al principio esta dieta era una total tortura para mí. Las ganas de comer aun eran fuertes y la falta de ejercicio físico durante gran parte de mi niñez hacia mella. Durante la primera semana muchas veces quise tirar la toalla, volver a mis hábitos anteriores de alimentación lo que había consistido en 1 sol de pan con huevos revueltos en el desayuno; un menú de 7 soles para el almuerzo, con preferencia de papas fritas o cualquier otra comida que tuviera grasa incluida y de cena salchipollos o hamburguesas. Pero entonces me desnudaba, me miraba en el espejo y recordaba los insultos de mis compañeros: obeso, chancho, gordo marrano. Peor aún, recordaba el desprecio de mi madre en su mirada, en su voz y la vergüenza que representaba para ella.
Muy en el pasado quedaron los mimos y caricias que me dio cuando era un bebé, atrás quedo la madre amorosa. Cuánta razón había tenido mi hermano. André, ¿Qué sería de él? Ni siquiera daba señales de vida y con su recuerdo también llegaban las duras palabras que me dedicó antes de irse y en la carta que dejó. Estorbo, maldición. Eso era yo; y muy a mi pesar me sentí como tal. Yo había llegado para destruir a mi familia y mi castigo era este. Ser despreciado y abandonado por ellos. Bueno, no podía dejarme morir sin luchar.
Cada día me animaba a mí mismo a no comer. Me levantaba a las 5 de la mañana y corría por el parque antes de ir al colegio. Desayunaba, iba al colegio, volvía a casa, almorzaba, entrenaba, volvía a correr, cenaba, volvía a correr. Y si por alguna razón comía alguna hamburguesa o una galleta ahí mismo hacia ejercicio. Empecé a sentirme culpable cada vez que comía. Ya no lo disfrutaba. Los días, semanas fueron pasando y yo fui adelgazando.
—Vaya, veo que has seguido mi consejo y has estado bajando de peso. Estás muy bien ahí, mantente—eso fue lo que me dijo mi madre una mañana mientras desayunábamos.
Me sentí en las nubes, fue el mejor cumplido que pude recibir. En el colegio pasó lo mismo; mis profesores me felicitaron por el cambio y mis compañeros, también. Empecé a ganar confianza en mí mismo, me reunía con ellos en los recreos y hasta las chicas de mi aula y de otros años empezaron a notarme dándome miradas coquetas. A pesar de ello, yo que no sabía mucho sobre coqueteo, solo atinaba a sonreírles de vuelta.
Eso no fue todo, empecé a obsesionarme tanto por mi peso que cada vez que comía me sentía engordar y debía hacer ejercicio para mantenerme a raya. Me miraba al espejo y la imagen que veía aún era la de un chico rellenito, debía bajar más. Continúe con la dieta, con los ejercicios. Poco a poco dejé de consumir pan, arroz, sal. Dejé de endulzar la leche. Lo único que mi cuerpo aceptaba era galletas integrales o palitos de ajonjolí.
Como mi madre no paraba en casa, no tenía ni idea de lo que me sucedía; de como poco a poco me iba quedando en los huesos, aunque para mí seguía gordo. Mi mente estaba invadida de los peores pensamientos que pudiera haber escuchado.
En mi cumpleaños número 16 mis tíos llegaron de visita. Fue una gran sorpresa hasta que mi tía se echó a llorar sobre mí.
—Pero Max, mi niño. Mira nada mas como estas de delgado. ¿No comes bien?
—Tía que dice. Si estoy gordo aún.
—Muchacho estás un poco pálido—expresó mi tío con preocupación en su rostro.
—Tu madre nos dijo que habías adelgazado, pero nunca pensé hasta qué extremo.
—Que exagerados son. Aun necesito bajar de peso—dije agarrándome los rollitos inexistentes en mi barriga.
—Claro que no Maximiliano. Ya estás demasiado delgado. Esta semana que vamos a quedarnos voy a prepararte tus platos favoritos. Vas a ver como recuperas un poco de color.
—Lo siento tía, pero estoy con una dieta estricta. No consumo nada de azúcar, ni de sal; ni comidas hechas con aceite.
—Max, estás en todo el desarrollo. Te puede causar alguna enfermedad o darte algo peor. Hijo, haz caso. Ya verás cómo engordas un poquito—el solo pensar en la palabra gordo me daba nauseas.
Yo solo sonreí; ni muerto comería algo alto en grasa o azúcar. No. A mi mente llegaron los insultos cerdo, chancho, obeso y la peor de todas, estorbo. Muchas veces quise hablar de ello con mi madre, pero ella siempre tenía algo más que hacer. Y no tenía amigos verdaderos en quien confiar. Aún no. Así que me tragaba mis problemas y trataba de solucionarlos solo.