Comprobó la herida sobre la pálida piel del cadáver que hasta hace unas horas había sido su mujer. Una línea fina atravesaba su cuello al contrario de las gargantas desgarradas de los otros dos.
Entonces era cierto. Él solo intentó protegerla a pesar de sus instintos salvajes. Había sido capaz de reconocerla e identificar que ella corría peligro con aquellos borrachos.
Los vecinos dijeron que ella había pasado frente a la taberna cerca del atardecer. Envuelta en su capa se dirigía a su hogar con la ilusión de ver a su hija luego de un largo día de costura.
Un grupo de borrachos que gastaban las pocas monedas que tenían en un trago no habían resistido el soltarle comentarios inapropiados para una mujer casada.
Pero nadie decía saber que sucedió después.
Ignorándolos, había pasado de largo, pero ese gesto de indiferencia solo tocó el ego de un par de ellos.
Le siguieron con el mayor cuidado que pudieron hasta que desaparecieron con ella hacia el bosque.
Lo siguiente que se escuchó fueron los gritos agonizantes de los hombres antes de caer muertos sobre su propia sangre.
El lobo aulló una vez con desconsuelo. El sonido penetró la noche de luna y erizo la piel de todos los habitantes de Schwytzer.
Las enormes patas de la bestia dejaron un rastro hasta el corazón del bosque. Pero nadie se atrevió a salir, se respiraba la muerte.
El lobo continuó aullando a la luna con demasiada tristeza. Nadie a excepción de Adelbert identificaba el sentimiento que había tras el aullido.
Sin temor a nada salió a buscarla cuando ella no volvió a su hora de costumbre. Desesperado aporreó la puerta de sus vecinos que temían abrir las pesadas puertas de madera pues escuchaban los constantes aullidos del lobo.
Margaret se asomó a la ventana y dijo haberle visto pasar frente a la taberna. Continuó su búsqueda sin descanso entre los callejones oscuros del pueblo y los rodeó.
El puñal de plata que tenía en la cintura era todo lo que lo acompañaba para defenderse.
El brillo de un objeto llamo su atención cuando las nubes pasaron y dejaron que la luna llena iluminará los tres cuerpos que yacían pálidos sobre el césped.
Su vestido estaba rasgado por las faldas y sus dorados cabellos esparcidos manchados de sangre que se derramaba lentamente por un lado de su cuello.
Su vista permanecía fija y su mano derecha descansaba sobre el medallón de plata que tenía sobre su pecho.
Los hombres apenas reconocibles no se encontraban muy lejos de ella. Al menos la bestia se había deshecho de aquellos salvajes que se habían atrevido poner las manos encima de su mujer.
Se lamentó y retorció de la ira por haberla dejado salir sola esa tarde. De haberla mantenido en casa no estaría besando un cadáver pálido y frío en el bosque.
Su Giselle, tan delicada y dulce ahora había perdido el brillo de sus ojos más claros que el mismo cielo. Sus labios ya jamás pronunciarán aquellas canciones que gustaba repetir para él y para dormir a su hija. Jamás volvería a sentir el calor de su cuerpo ni disfrutar de su sonrisa.
Sus puños crispados rodeaban a la hermosa mujer muerta. La estrechó una vez más para aspirar su aroma aunque este se había mezclado con la sangre fresca.
Cargó con ella hasta su casa llorando su perdida y maldiciendo al cielo por haberle arrebatado su luz, su sol.
Entró en su casa para tender a su mujer en la cama y tranco la puerta de la habitación y evitar que su pequeña hija viera a su madre muerta.
Detrás del enorme horno bajo unos tablones flojos se encontraba el cofre de hierro. Sacó la vieja espada con empuñadura de oro y plata. La ira resplandecía en sus ojos y la sed de venganza palpitaba en todo su ser.
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Editado: 15.07.2018