Un mes antes fueron entregadas las invitaciones para mi fiesta de cumpleaños, que también serviría como fachada para mi compromiso. Me sentía desbordada por el estrés. Todo debía ser tan elegante como el dinero de mi padre pudiera permitirlo. Yo no lo deseaba, pero él insistía en que ese tipo de eventos debían celebrarse con pompa, cosa que con Danielle no ocurría jamás. A ella nunca le festejamos nada; lo pidió así desde el principio. Solo cosas privadas, íntimas, familiares. No me molesta demasiado, aunque no es precisamente mi estilo favorito. Para mi padre, sin embargo, funciona: eventos como estos le permiten atraer clientela nueva, codearse con gente influyente. Es agotador... pero, al menos, recibo costosos obsequios de diseñadores y políticos.
Lo de mi madre me tenía angustiada. Eso, y el misterioso joven que aparece solo para besarme y luego esfumarse. También estaba la maldita fiesta. Todo me presionaba. A veces pensaba en lanzarme por el acantilado... como ella. Esas palabras, terribles, se agolpaban en mi mente y se atascaban en la garganta como un hueso de pescado. Me obligué a dejarlas pasar.
Al despertar, me miré al espejo. Estaba despeinada, con ojeras tan moradas que se acentuaban grotescamente contra la palidez de mi piel. No he dormido bien. Siempre intento cubrirlas con maquillaje, pero Adrien dice que me veo hermosa al despertar, que las sombras bajo mis ojos no arruinan nada. No sabe que, antes de que abra los ojos, yo ya he corrido al baño para peinarme, lavarme el rostro, aplicarme cremas, retocar mis labios. Luego, regreso a la cama como si nada.
Vivir con él no es difícil. Tal vez eso nos ha hecho más estables: el amor nos mantiene en equilibrio. Somos un buen equipo, aunque a veces su formalidad me desespera. Ayer me pidió matrimonio. Ya lo habíamos decidido antes, pero ahora era oficial. Me mandó a hacer un anillo de oro blanco: una calavera con ojos de diamante. Me conoce bien. Sabe que colecciono calaveras. Quería que lo luciera en la fiesta.
Y ahí está, en mi mano, resplandeciente. Lo colocó él mismo en mi dedo anular, en el balcón de mi habitación. Se arrodilló y me pidió ser suya, legalmente, para siempre. Por supuesto, me reí antes de decirle que sí, más por nervios que por burla. Nos besamos, nos abrazamos. Fue sencillo. Y estuvo bien.
Hoy solo quería escapar de todo por un momento. Se acerca la boda de Paula Simons, mi amiga callada y discreta. Se casará con un desconocido que su familia apenas acepta. Yo aún no había elegido vestido, así que decidí ir sola a La Ville Haute, la zona centro. Sus calles rebosan tiendas de marcas exquisitas. Me encanta perderme allí. Me arreglé, me maquillé, alisé mi cabello. Habría preferido compañía, pero mis amigas estaban de viaje. Danielle, por supuesto, se negó. El sol la fastidia. Adrien odia estas cosas. Sally, ocupada. Me resigné.
Planeaba aprovechar también para elegir mi atuendo de cumpleaños. Jamás repito ropa para eventos importantes. Tomé mi auto. No quise que Josh, el chofer, me llevara. Atravesé los jardines traseros de la mansión. Me detuve, como siempre, hasta que el portón se cerró por completo. Nadie más lo hace. Entonces lo sentí: una mirada fija sobre mí. Levanté la vista. Allí estaba él. El joven de rostro marino.
Aceleré, pero en un impulso, bajé del coche. Quería saber qué demonios quería de mí. Estaba harta. A dos pasos de denunciarlo por acoso, y, aun así, lo que sentía era... curiosidad. Tanta. Quería preguntarle lo más absurdo: cómo respiraba fuera del agua, y si era más humano que pez. ¿Cómo podía andar en dos piernas, y al mismo tiempo aparecer bajo el agua? Necesitaba respuestas.
Dejé el motor encendido. No planeaba quedarme. Pero como siempre, apareció a mis espaldas. Su agarre fue firme. Me sujetó de la cintura. Esta vez no me resistí. Sabía que no quería dañarme... aún. Su olor era inconfundible: sal, arena, mar, y algo más... una mezcla de hierbas que se quedaba grabada en mi olfato. Tomó mi muñeca, besó mi mano, luego mi antebrazo. Me giré, evitando sus ojos, y miré el bosque detrás de nosotros.
—¿Qué quieres de mí? No te entiendo. Ya déjame tranquila —mi voz era serena, aunque mi cuerpo vibraba bajo sus caricias.
—Te deseo. Deseo tu carne y tu sangre. Toda tú. Me vuelves loco.
Sus palabras eran un canto, uno hipnótico y oscuro.
No respondí. Me dejé llevar. Me besó y, esta vez, respondí. Fue un beso profundo, distinto. Quería decirme algo sin palabras. Me giré hacia él, acerqué mi cuerpo al suyo. Estaba desnudo del torso. Presioné mi pecho contra su piel salada. Sus manos recorrieron mi espalda, sintieron el corsé de encaje, sonrió con malicia. Me hablaba en silencio. Las palabras formaban ecos en mi mente.
Entonces lo vi: el anillo. La calavera me miraba con sus ojos de diamante. Me aparté de golpe. ¿En qué estaba pensando? Tengo al hombre perfecto... y estaba por engañarlo con un desconocido. Me estremecí. Pero él me sujetó con más fuerza.
—¿Qué pasa? ¿Tu novio no te deja tener... amigos?
Su risa, me hizo detenerme de mis impulsos.
—Me largo. No vuelvas a acercarte a mí.
—¿Y las preguntas? ¿No querías respuestas?
—Ya no quiero saber nada, únicamente, ¿Cómo es que siempre estas por aquí? Aléjate de mí... y de mi familia —No contestó.
Subí al auto. Esta vez no me impidió irme. Se quedó quieto, observándome mientras me alejaba.
En La Ville Haute me estacioné en un rincón poco concurrido. Caminé hasta mis tiendas favoritas. Para mi cumpleaños elegiría algo oscuro: terciopelo, calaveras, velas oscuras. Para la boda, algo de diseñador. Accesorios, perfume. Black Opium. Uno de mis preferidos. Lo compraría en Francia, justo antes de la boda.
La soledad, que a veces disfruto, hoy me pesaba. Después de horas de compras, recordé lo absurdo: yo era una de las damas de honor, es decir Paula me enviaría el vestido. Reí sin parar hasta llegar a casa. Me encontré con Adrien en el pasillo. Me saludó, despeinándome con cariño. Solo le conté lo del vestido. Me sentía culpable por lo ocurrido en la mañana.