“Perderlo todo te hace desconfiar hasta de tu propia sombra, pero a veces es mejor confiar en alguien que estar siempre solo”.
Al despertar horas después, volví a mi forma humana y sentí el impacto del aire frío del otoño, que antes había ignorado gracias al pelaje. Desesperado, me puse a buscar comida, lo que fuera, pero solo encontré unos pocos frutos secos regados por todos lados. Comencé a juntarlos hasta tener unos cuantos y los comí hasta que no quedó ninguno.
Aún seguía muerto de hambre, así que continué buscando, adentrándome aún más en la cueva hasta que me topé con un lago. Dentro había una isla y en medio de esta, otro lago. Del techo colgaban hojas negras y de color rojo sangre. Rodeé ese lago iluminado por la luz de afuera y me acerqué al agua, juntando mis manos para poder tomar un poco. Ya no quedaba qué comer, el lago no tenía ni un solo pez y mi estómago rujía de hambre.
Resignado, me senté en el borde del lago. No sabía qué hacer. Si me quedaba mucho tiempo, terminaría muriendo por inanición o por hipotermia. No podía salir ni como humano ni como lobo, porque en ambos casos sería cazado. Por donde quiera que mirara, solo quedaba soledad. No podía evitar recordar todo lo que había pasado aquel lejano día: la pérdida de mi familia y la traición de aquel al que solía llamar hermano.
La rabia y el enojo comenzaron a inundarme, y no pude evitar golpear la superficie del agua con todas mis fuerzas. La tensión acumulada en mi cuerpo finalmente explotó y me sumergí en el lago.
El agua fría me envolvió y me dejé caer hasta el fondo, con los ojos cerrados y la mente en blanco. Me sentía libre, flotando en la oscuridad. Por un momento, todo el dolor y la tristeza desaparecieron, y solo quedó una sensación de paz. Sin embargo, pronto la realidad volvió a golpearme y supe que no podía seguir así.
Decidí salir del agua, y al hacerlo me acurruqué en un rincón de la cueva. Allí me senté, con las rodillas contra el pecho, y me dejé llevar por mis emociones. Grité, lloré y golpeé las paredes, sintiendo el dolor físico que me recordaba que seguía vivo. Pero a medida que las horas pasaban, la ira comenzó a disiparse, dejando paso a un profundo sentimiento de vacío. Me sentía abandonado, como si todo el mundo hubiera desaparecido y yo fuera el único que quedaba. Entonces una idea comenzó a formarse en mi cabeza. Quería venganza. A pesar de todo lo que mis padres me habían inculcado, quería vengarme por mi manada. Necesitaba acabar con aquellos que me habían arrebatado todo lo que tenía, pero no podía hacerlo solo, no conocía alguien más y no me creía capaz de confiar en nadie, absolutamente en nadie, porque el miedo de ser traicionado seguía allí.
Y así, con el único pensamiento de necesitar vengarme y el profundo odio que sentía en mi pecho, me quedé dormido.
Las pesadillas volvieron. Veía cómo asesinaban a Agathê y a mi madre, incluso oía los gritos de mi padre pidiéndome que huyera lejos. Miraba la aldea quemándose y a los lobos corriendo detrás de mí para atraparme. Intentaba desesperadamente despertar de esa pesadilla, pero parecía que mis esfuerzos eran en vano. Me sentía atrapado en un terrible estado de sueño profundo y no podía hacer nada para liberarme.
De repente sentí como si algo me cubriera, y el frío que me había acompañado todo ese tiempo desapareció. Al despertar, encontré que tenía una manta sobre mi cuerpo desnudo y mojado. Busqué con la mirada por todos lados a quien la había dejado sobre mí, mientras me mantenía alerta. El olfato me decía que había sido alguien con sangre de lobo, pero en forma humana, no podía identificar quien era, ni su rango o género, era un aroma muy ambiguo.
Tenía miedo de que me hubieran descubierto, aunque, si ese hubiera sido el caso, ya habría estado muerto, no envuelto en una manta. Mi lado vampiro estaba dispuesto a atacar y de paso comer algo, pero mi lobo se sentía curioso por el aroma.
—No tengas miedo. Vi como entrabas a la cueva y pensé que necesitarías comida y algo con qué abrigarte —dijo en latín una señora mayor apareciendo en mi campo visual por primera vez, desde la entrada por la que yo había llegado.
Por su aroma, podía decir que ella tenía muchísimos más años de los que aparentaba, tal vez cientos o más. Para cualquier humano ella debía estar entre los 70 u 80 años, aunque lucía muy conservada. Tenía unos ojos azules con una mirada llena de amor que me hacían sentir en confianza y seguro.
—¿Cómo fue que me vio? ¿Quién es usted? ¿Por qué me ayuda? —pregunté retrocediendo, sin quitar la vista de la bolsa que traía en las manos, la cual olía delicioso. Tenía miedo, a pesar de que su apariencia me decía que no me haría daño, pero después de la traición de Massimo no pensaba confiarme de nadie.
—Entre los lobos nos reconocemos a largas distancias, deberías saber eso. Me llamo Elizabeth y vivo aquí, en el pueblo. Si lo deseas, puedes venir conmigo. Diremos que eres mi nieto y nadie sospechará. Sé lo que es estar solo y desesperado al punto de pasar días como lobo entre pueblos. —La miré sorprendido por el hecho de que ella supiera aquello—. La voz por aquí corre muy rápido. Tuviste mucha suerte, tengo que admitirlo. —Hizo una pausa—. Puedo ayudarte a integrarte a la comunidad hasta que todos se calmen. Después podrás irte si quieres, pero por lo menos tendrás casa y comida por un tiempo en vez de esta cueva solitaria y fría. —Cuando pensé que no diría nada más, la vi dudar—. También puedes quedarte para siempre si lo deseas —susurró. Su voz y su rostro me decían que podía confiar ciegamente en ella, pero su oferta era demasiado buena para ser real.
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Editado: 09.11.2024