Sempiterno

1| Adiós, normalidad | Yannick

Desenroscaba las tuercas a una velocidad impresionante. La rapidez la había adquirido con el paso del tiempo, sabía cómo desinstalar la gran mayoría de las partes de un coche y cómo volverlo a instalarlo, era pan comido. No me importaba llenar mi ropa de grasa o mis manos de suciedad, solamente me importaba hacer mi trabajo y hacerlo bien; todos en la automotriz me conocían por mi trabajo limpio, ligero y eficiente. Amaba mi profesión, fui inculcada para ello y no tenía problemas en quebrarme las uñas con tal de ejercer mi trabajo.

Sí, era una chica que trabajaba en un taller automotriz, con tipos llenos de aceite y sudor y no tenía ningún problema en ser uno de ellos. Todos me tenían respeto, no solo por ser la única mujer aquí o porque era la hija del jefe, sino porque me había ganado el derecho de ser llamada "una más del grupo" por la transpiración en mi frente. Me gané mi puesto esforzándome, nunca me han gustado las cosas fáciles, me gustaban las cosas que requerían tiempo y entrega.

Se decía que era difícil, para una hija, tratar de enorgullecer a su padre, pero para mí no lo fue. Él deseaba un heredero, no le importaba si era niña o niño, papá sólo deseaba un retoño con el amor de su vida. Cuando vine a este mundo —según muchos conocidos— mi padre parecía haberle robado el protagonismo al chico del comercial de pasta dental, y todo porque papá era el ser más sonriente de todo el país, pues decía que se sentía orgulloso porque era una copia casi exacta de él. Y era un tanto cierto, ya que tenía el cabello, las cejas y las pestañas de mamá pero de lo demás era un Ricardo Hemsley. Fui siempre la princesa de sus ojos —lo seguía siendo—, me apoyaba en todo lo que necesitaba y me aconsejaba con dureza, pero si algo tenía el viejo, era el ser muy sabio.

Fui la hija-hijo perfecta. Salía con mis amigas, iba de compras, iba al spa, las cosas que una chica normal hace. Pero mis pasiones eran los deportes y alguno que otro juego extremo; estuve en el equipo de vóleibol, fútbol, natación, básquetbol, karate y hasta ajedrez, eso sin contar las horas de videojuegos por las noches. También estuve practicando rápel, canopy, y bueno, recibí un poco de defensa personal. No me consideraba marimacha, más bien una combinación de ambas, algo nivelado. Porque si algo me fue infundido fue la equidad de género, así que no veía mal el jugar con una pelota o vestir a mis muñecas a la misma vez.

Enderezándome di por terminado mi trabajo, me limpié las manos con un trapo que alguna vez fue blanco y me sequé el sudor de la frente con mi antebrazo, solté un resoplido de cansancio y sonreí de orgullo cuando vi que mi trabajo había concluido. Ahora este coche se hallaba como nuevo. De quien fuera este coche, debía de ser una persona egocéntrica. Este coche costaba su cierta cantidad de dinero, sin contar los lujos que se le fueron integraron. Definitivamente debía ser alguien que desbordaba plata.

Volteé hacía el reloj que estaba pegado a la pared y casi se me salieron los ojos de la impresión cuando vi que eran las 12:37 am. Fui la única que se quedó hasta tarde porque este coche debía ser entregado el día de hoy a las nueve de la mañana. Me encaminé hasta la puerta principal y la abrí, nada más salir la aseguré con el sistema de seguridad. Pasé al lado de Carlos —el guardia de seguridad—, le sonreí cansada y él me devolvió la expresión. Le hablé en voz baja.

—Buenas noches, señor Carlos.

—Ya te he dicho que solo me digas Carlos, muchacha —me reprendió mientras sonreía abiertamente, al hacerlo pude ver su diente de oro.

—Algún día lo haré. —Reí despidiéndome con la mano.

Llegué a mi auto, tiré mi mochila en el asiento del copiloto y subí de un salto. Conduje hacía mi apartamento cuya ubicación era en el centro del pueblo, no era lujoso, porque no me gustaba lo ostentoso, pero era muy acogedor e iluminado, y la refrigeradora estaba llena, lo principal. Lo amaba, fue el primer apartamento comprado con mi esfuerzo y dedicación, y obviamente con horas extras en el taller. La noche estaba iluminada, los árboles se movían al son del viento ensordecedor y las estrellas resplandecían a toda su capacidad, como queriendo decir: «Oye, detente y regocíjate con nuestro espectáculo». Con frecuencia me preguntaba cómo lo más pequeño y sencillo podía ser ignorado por las estruendosas cosas del siglo XXI.

Mi cuerpo se puso en alerta máxima cuando escuché el aullido de un lobo. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral, los pocos vellos de mis brazos se erizaron y mi corazón latió estrepitoso. Se decía que los animales del bosque eran peligrosos e incluso se estaba prohibido cazar por las noches, sólo se era permitido de día y debías tener una licencia, que no a todos los que la solicitaban se le otorgaba. Se han encontrado cuerpos destrozados en este mismo, pero gracias al cielo que el malhechor había sido capturado.

Coloqué el volumen de la música a veinticinco para que esta misma llenara todo el ambiente.




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