Sempiterno

3| Los polos colisionan| Yannick

Salí de la oficina de mi papá molesta conmigo misma. Odiaba que me fuese reprendida con toda la razón y el saber que ese motivo era un chico daba más leña para el fuego del enojo de mi padre.

Mis manos se agitaron por el estremecimiento que se había expandido por todo mi cuerpo. Parpadeé varias veces para contrarrestar inútilmente el mareo súbito que me sobrevino. Me tuve que apoyar en una pared por lo débil que me sentía. Un aroma a pino se había filtrado por mis fosas nasales, por lo que pensé que fue el provocante del vértigo anterior. Inspiré hondo, armándome de fuerza para continuar mis pasos.

Escuché un gruñido a mi lado izquierdo ocasionando que mi cabeza girara con brusquedad hacia ese lado, pero nada más logré vislumbrar una gran masa viniendo hacia mí a gran velocidad. Antes de que pudiera reaccionar me hallaba presionada sobre la pared, con un mastodonte sobre mí.

Un jadeo atónito brotó de mis labios, mis canicas oculares se abrieron como un par de naranjas. Unos ojos verdosos como el pasto me calaban con suma atención, dejándome intrigada y obviando el hecho de que antes estaba pasmada. Mi mente dejó de funcionar, mis latidos se volvieron desembocados, la sangre se atropó en mis mejillas, y las manos empezaron a sudarme en frío.

Te atrapé. —El aliento del desconocido me aporreó la cara.

Sus brazos encerraban mi cuerpo a la vez que el suyo invadía mi espacio personal, nuestras respiraciones combinaban y nuestros ojos estaban fijos en el del otro. Reaccioné cuando casi nos tocábamos las narices.

—¿Que-é demo-onios?

Se separó unos centímetros de mi cuerpo, bajando sus luceros visuales para admirar mi figura de arriba hacia abajo. Me removí, impaciente, ocasionado que su mirada volviera a la mía.

—Zeus, eres más bonita de lo que esperaba —susurró, conmovido.

Cuando pude recuperar el aliento traté de hablar nuevamente.

—¿Puedes soltarme? Hazlo o juro que te golpearé donde más te duele. —Amenacé con toda la furia que podía reunir. La verdad es que me encontraba cagada del miedo y esperaba que alguien pronto apareciese por el pasillo para que me sacara al corpulento hombre de encima.

Él sonrió socarrón.

—Aún mejor, eres toda una fierecilla. Me gusta más.

La irritación realmente nació de mí, y traté de zafarme de su agarre con todas mis fuerzas.

—¿Eres idiota de nacimiento o tu estupidez es intencionada? La primera se puede justificar, la segunda solo demuestra que eres uno más de los idiotas sexistas que hay en este lastimero mundo.

«¿Qué diablos le sucede? ¿Quién se creía?». La mandíbula le cayó desencajada ante el impacto de mis palabras. Luego soltó una risotada, hipnotizado al parecer.

—Joder, sí que eres mejor de lo que esperé.

—Deja de hablar de mí como si fuese un objeto vacío. —Apreté la mandíbula. Me dolía respirar, el corazón se me quería salir del pecho.

—Esa lengua viperina empieza a carcomerme vivo, ¿qué más puedes hacer con esa boquita mordaz? —Se relamió los labios.

Me quedé boquiabierta. Mis mofletes se calentaron rabiosos. Con toda mi potencia reunida me solté de su enganche y empujé su cuerpo, aunque fue en vano debido a que no se movió ni un centímetro.

—Haz lo que desees, pero me correspondes. Estamos hechos para estar el uno para el otro, no entiendo cómo es que no lo sabes. —Discutió con él mismo. Dio un paso atrás y rascó su cuero cabelludo con la mano derecha. Yo le quería meter la mía entre los dientes, con mucha fuerza. Yo enojada olvidaba el miedo.

Me recompuse, traté de estar en guardia y le hice frente.

—¿De dónde carajos vienes? Yo no soy tuya y agradecería que me dejaras ir. Es más, lárgate de mí puto taller antes de que grite para que alguno de los muchachos te saque a patadas. O bien puedo hacerlo yo, tú decides.

Negó, entretenido. Chasqueó la lengua mientras me señalaba con su largo índice.

—Escucha, tal vez no entiendas por ahora pero nosotros somos...

Fue interrumpido por un muchacho —de cabello rubio, ojos azules. Parecía un prototipo de Ken, el de Barbie— que corría apresurado hacia nosotros. El espécimen que tenía adelante de mí, soltó un gruñido y maldijo a lo bajo.

—¡Tadd! —masculló molesto el recién llegado—. La estás asustando, maldita sea.

El chico, que era un poco más bajo que el dichoso Tadd, tomó del hombro al semental, permitiéndome tranquilidad por unos instantes. Le agradecí a Ken con la mirada.

Se fueron a unos cuantos metros a hablar, más bien a discutir, pero en tono prudencial.

—Pero ella debe de saber que... —Se excusó, frenético. Ken obstaculizó la oración del ojo verde.

—No así, demonios —masculló, impaciente.




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