Mis latidos golpeaban mi pecho con fuerza, como si hubiera recorrido kilómetros sin parar de trotar. Creí que ya era mi hora, no pude verla una última vez, debí de ir a hablar con ella cuando pude. Maldición, me fallaban los pulmones.
Un toque en la puerta hizo que espabilara. A mis muy agudas fosas nasales había llegado un olor, su olor. ¿Estaba aquí o ya deliraba? Diosa Luna, ayúdame.
Mis sagaz sentido de la audición pudo distinguir la voz de mi hermana, de milagro no se hallaba berreando como era costumbre. Platicaba, más bien, murmuraba con alguien más. Era ella, mi alma no estaba aleteando en vano pues mi luna se encontraba cerca.
A como pude impulsé mi cuerpo fuera del cuarto de mamá. Podía ser vergonzoso que estando enfermo mi propia madre me exigiera ser atendido por sus escrutinios cuidados, pero créanme, una mujer enojada es lo que más un hombre debe de evitar, y más si quería seguir viviendo.
Al bajar las escaleras procuré aferrarme al barandal, por si las piernas me temblaban y daba un paso en falso. Quería mirarle, pero tampoco hacer el ridículo. Suficiente debía serlo con mi apariencia de hombre abandonado. Admiré su espalda, las puntas de su cabello castaño se encrespaban gracias al viento que se filtraba por los ventanales. Su atuendo consistía en una camisa gris que delineaba su delicada cintura; sus torneadas piernas eran cubiertas por un pantalón negro, este era lo suficiente ajustado para dejar ver su despampanante trasero y llevaba las mismas botas que portaba el día que la conocí.
Antes de que pudiera utilizar mi hermosa consciencia, mis pies ya se encaminaban a su hermoso cuerpo. Presintió mis movimientos y se volteó, dejándome desconcertado con esos ojos azul zafiro. Sin poder evitarlo, la envolví en un abrazo. De inmediato mi nariz se fue a esos rizos desprolijos que envolvían su cuello, entonces, mi interior se tranquilizó de una manera enigmática. Claro, aún sentía molestias, pero el saber que la tenía a mi lado era como comer un platillo caliente luego de un ayuno de cuarenta días. Seguro que hasta el mismísimo Hades debía de estar ardiendo en celos porque yo tenía a esta preciosa chica entre mis brazos. Y no, no me iba a cansar de parlotear sobre cuánta suerte tenía por haberla encontrado. Yo no conocía a alguien que hubiera ganado la lotería y no fuese un presumido por la suerte que tuvo, por muy disparatada que esta fuera.
Mi pequeña chica quedó estática. Si me concentraba lo suficiente podía escuchar sus desbocados palpitaciones.
—Estas aquí, en verdad lo estás —balbuceé embriagado de emociones.
No levanté mi cabeza de ese lugar tan santo como lo era la curvatura de su cuello. Su respuesta fueron unas palmaditas en mi espalda.
—Supongo que hola —farfulló, sin tener idea de qué decir.
Me despegué con lentitud, admirando su fisonomía.
—¿Cómo...?¿Qué estás...? —Mis pulmones habían casi colapsado por esas bonitas y rellenas mejillas cubiertas por un tono rojizo.
—Quiero una explicación. —Decretó, batiendo esas pestañas delicadas. Tomó más distancia para mirarme directo a los ojos. La diferencia de tamaño era increíble—. Yo me siento perdida, confundida, enmarañada en todo eso.
Sabía que se refería a nosotros, lo que no entendía era el cómo lo averiguó. No creía que ella por su propia voluntad viniera hasta aquí.
—Vamos a hablar a la sala, ¿está bien? —cuestioné con suavidad. Tomé mis manos entre las suyas, dejé un pequeño beso en el dorso de ambas y me tomé el atrevimiento de dejar que mis labios permanecieran unos segundos en ambas, apreciando la exquisitez de su piel.
Aunque ella lo negara su cuerpo respondió a mis caricias, erizando los vellos. Con una pequeña mirada de parte de mi hermana pude darme cuenta de que ella estaba involucrada en que mi luna estuviese aquí. Esa mujer era retorcida, obtenía todo lo que se propusiese con una sonrisa. Era demasiado convincente.
Mi mate y yo lucíamos pálidos como una hoja de papel. Estábamos enfermos e innegablemente enamorados, bueno de mi parte yo lo estaba. Triste situación.
Nos sentamos en los sillones color crema que tanto amaba mi madre y de inmediato avisté su incomodidad. Yannick inspiró hondo en cuanto se terminó de acomodar en la superficie.
—Yo he estado enferma y, por fuentes algo obvias, tu hermana me explicó el porqué de mis síntomas. —Asentí. La castaña pasó saliva por sus labios, lo que ocasionó que un gruñido se estancara en mi garganta—. No creas que soy tonta, aun muriéndome investigué sobre ustedes para verificar que no se trataba de una organización de trata de blancas o algo por el estilo...
—¿Investigaste sobre nosotros? —Indagué algo atónito más no ofendido.
—Claro que lo hice —respondió sin rastro de remordimiento—, es por eso que estoy aquí. Me fue proporcionado casi todo sobre tu familia y con ello tu dirección, quería ver con mis ojos la verdad. —Tragó duro. Sus dedos se retorcían, nerviosos—. Sólo así podré creerte —afirmó.