Señores Dragones y Señores Piratas

Capítulo 4

Cuatro semanas y un barco español abordado después todo el alrededor de la Bella Dama se había cubierto de niebla. Una niebla tan espesa que no permitía ver nada más allá de la proa del barco, de hecho, el final del palo no se veía con claridad.

—Estamos cerca –anunció el capitán Jacques, saliendo del camerino.

John se encontraba en la cubierta cuando todo se envolvió en aquella densa niebla, jugando a los dados con Jeff. Jugaban sin apostar, estaba prohibido apostar dentro del barco, por lo que se entretenían tirando dados y simplemente ganando y perdiendo.

Ambos se habían levantado.

—Dicen que por estas aguas nada el kraken, hambriento –dijo Gabriel, acercándose a la baranda del barco, apoyando su mano sobre la madera y mirando con cuidado hacia el océano, cuyas aguas apenas se veían.

—Yo he escuchado hablar de sirenas –respondió Paul, manteniéndose en una postura apartada sin levantar la cabeza, sentado en un barril y afilando su espada con una piedra.

—No hay nada de eso. –El capitán había bajado por la escalera, en sus manos llevaba un candil de acero encendido, su luz refulgía tanto que dañaba los ojos–. Lo que hay en estas aguas son sierpes.

—¿Sierpes? –preguntó Jeff, volteándose.

—Grandes criaturas más parecidas a una serpiente que a un dragón.

Jhon y Jeff intercambiaron miradas. Gabriel decidió apartarse del borde del barco, había empalidecido.

El capitán caminó con calma hasta proa y se giró para mirar a su tripulación. La mayoría acababa de llegar para escuchar hablar al capitán de lo que había en aquellas aguas, temerosos, cuchicheando sobre supersticiones, hablando de aquella niebla que en todos los efectos parecía antinatural.

—Necesito que alguien coloque el candil en el extremo del palo, o no podremos llegar a la isla.

Automáticamente todos se arrepintieron de haberse movido por la curiosidad, las miradas se volvieron esquivas, muchos retrocedieron para disimular y volver a sus quehaceres, alguno anunció que necesitaba cambiarse las vendas de la última pelea, y nadie se mostró voluntario para colocar el candil en el extremo del palo.

—¿Por qué no lo haces tú, capitán? –preguntó Paul, cruzándose de brazos.

—No seas idiota, soy el capitán y el único que conoce el modo de llegar a la isla. Si yo muero os quedaréis aquí varados sin saber cómo avanzar ni cómo retroceder.

—Siempre puedes compartir tus conocimientos –replicó el más antiguo de la tripulación.

El capitán no pudo evitar esbozar una sonrisa de medio lado, claro que no lo haría, aquella información era, precisamente, lo que lo mantenía con vida ahora mismo, claramente no iba a perder la oportunidad de mandar a otro a hacer aquella tarea. Ni siquiera él.

—Yo lo haré –dijo John, dando un paso al frente.

—¿Bromeas? Eres el médico de la tripulación, eres casi más importante que el capitán. –Jeff lo había tomado del brazo y arrugó el ceño.

—¿Vas a hacerlo tú? –John apartó el brazo de su amigo y lo miró de arriba abajo... pero Jeff no respondió, se limitó a mantenerle la mirada y apretar la mandíbula–. Eso pensaba. –Jeff no era un cobarde, pero tenía esposa e hijos que lo esperaban cada vez que se hacía con suficiente dinero y podía regresar a casa, ellos eran su motivo de no morir.

Pero John no tenía a nadie. Y además, él era el más liviano de la embarcación, el palo de proa seguro lo aguantaría.

—Solo por eso te llevarás una parte más grande del tesoro cuando lo encontremos –le dijo el capitán con una sonrisa alegre, dándole el candil.

—Eso si lo encontramos... –John era optimista, pero con aquella niebla, lo que decían que había en el agua y que ni siquiera el capitán quisiera arriesgarse a salir del barco para colgar un candil, le hacía sospechar que veía las cosas más fáciles de lo que realmente era.

Recogió el candil con la mano y se subió a la baranda del barco. Con una mano ocupada por la lámpara, con la otra se ayudaba a mantener el equilibrio, mientras caminaba por el estrecho palo. La niebla había humedecido más aún la madera, y ahora estaba resbaladiza. Optó por sentarse a horcajadas y avanzar torpemente de aquella forma, empujándose con el culo.

Ni siquiera sabía por qué estaba haciendo aquello, por qué se había mostrado voluntario. Su vida no era aburrida como para necesitar más emoción, y sin embargo se veía eligiendo la imprudencia, una vez más. Como si no tuviera suficiente con tentar la suerte y la muerte a diario en aquel barco.

—Que no se te caiga el candil –le recordó el capitán, John no reprimió lanzarle una mirada de odio por decirle algo que a él le resultaba tan obvio. Comprendía que si se caía al agua ya podía darse por muerto. Él y todos, si lo que decía el capitán de aquella lámpara era cierto–. Y tienes que ponerlo delante de todo.



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En el texto hay: piratas, dragones y magia, siglo xviii

Editado: 10.09.2019

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