Sexto día en Pentathlón, un sábado tan bello como esos días nublados propios de la época de verano. Mi sargento Tiana profundizó más en la fuerza al marchar, la vista al frente y no al suelo, avanzar en una línea recta, entre otros aspectos.
La instructora había sido campeona en voleibol en las Convenciones Nacionales que organizaba la escuela militarizada. Así que le encantaba darnos clases de técnicas en voleibol, más bien secretos que utilizaba para destacar en las competencias. Ella era una joya de persona, como les platiqué. Desde niña, mi deporte favorito había sido el voleibol, los disfrutaba, sin embargo, no era buena desempeñándome, aunque quizá sí mejor que en otros deportes. Tomar el balón de voleibol, maniobrar con él fue genial, pude mostrar aquella destreza limitada por un profesor que por años me hizo sentir mediocre, sí, mi profesor de educación física de la secundaria. Cada movimiento me hacía sentirme muy plena, como si fuese una atleta olímpica en una competencia entre México y Francia. Dónde el marcador estaba por encima de los franceses, sintiendo el orgullo de ser mexicana. Toda una experiencia inolvidable. Por último, el día cerró con ejercicios de brazo. Los hacíamos en las banquetas del parque, entre los vientos y la naturaleza. Las personas pasaban a un lado de nosotros, nos veían como héroes. Eso llenaba mi ser y sabía que mis decisiones más profundas eran acertadas. Cuando se nos ordenaba hacer lagartijas, gracias a instructores de la Guardia Nacional aprendí a realizarlas. Mi sargento me observó y entre asombros felicitó mi desempeño, pues las cabos no sabían hacerlas.