UN MES DESPUÉS
Una mariposa amarilla revolotea al otro lado de la ventana. Sus alas, delicadas y relucientes parecieran como si fueran una tela brillante de cristal a punto de quebrarse.
Me quedo absorta viéndola, hasta que, al cabo de unos segundos, emprende otra vez su vuelo hasta desaparecer.
Paso mis dedos por el marco de madera de la ventana y repentinamente una astilla se clava en mi dedo índice, pero ni siquiera me inmuto.
Intento sacarla con mi otra mano y en un acto de brusquedad, la astilla corta mi dedo; la sangre empieza a escurrir con lentitud, pero al llegar a la unión de mi otro dedo, se detiene.
«Cómo quisiera que ahora mismo el tiempo también se detuviera.»
Ha pasado un mes desde que recibí la peor noticia de mi vida, mi madre, una señora jovial y enternecedora, había sido diagnosticada con cáncer en etapa IV. Nunca había sentido esa terrible sensación, es algo que no le deseo a nadie, sientes como lentamente mueres en vida, incluso si no eres la persona que está sufriendo la misma enfermedad.
Suena el timbre de mi casa, una ligera sonrisa apenas se dibuja en mi rostro y mi cuerpo reacciona de la misma forma en que lo ha hecho las últimas semanas.
Con dificultad me pongo de pie y mis piernas caminan directo a las escaleras, bajo los peldaños y abro la puerta cuando estoy frente a ella. Al otro lado está Elián.
Ha estado viniendo cada día desde que, por recomendación médica, tomé la decisión de sacar a mi madre de la clínica.
No quería que se quedara ahí, sufriendo sola, además de que no podíamos cubrir los costos que nos imponía la clínica, así que Elián dijo que lo mejor para ella era intentar un cuidado paliativo desde su casa; este tipo de cuidado se centra en el bienestar emocional del paciente y familia, más que en la propia enfermedad.
Él se ha estado portando como un ángel conmigo, en menos de dos semanas me ayudó a acondicionar el cuarto de mi mamá para que se sintiera más cómoda. Algunos aparatos, medicamentos y cosas me donó él, otras más las tuve que cubrir con un crédito que me otorgó el banco, además de vender uno que otro mueble de la casa para pagar la gastos que se originaron en la estancia de la clínica.
Aún no le he dicho a mi padre de la situación en la que nos encontramos, sé que está mal, pero a decir verdad aún no estoy lista para decirle que su esposa, porque todavía siguen sin emitir el acta de divorcio, probablemente esté dando sus últimos suspiros.
Todo en mi vida dió un giro repentino de 360 grados en menos de cuatro semanas, es increíble lo que la vida tiene planeado para tí en tan poco tiempo.
Un día puedes estar riéndote y pasando un momento increíble, y al otro, puedes estar sufriendo y lamentando lo que pasa a tu alrededor. Así es como, indudablemente, funciona la vida.
Jamás pensé ver a mi madre con un semblante tan delgado, frío y decaído.
Lo más cercano que había estado de ese padecimiento era viéndolo en escenas de películas o series, donde los pacientes tenían una pinta no tan agradable, lucían demacrados, con el cabello rapado, delgados y sin color en el rostro.
Sin embargo, nunca imaginé que ahora nos estuviera sucediendo a nosotras, mi madre ahora tiene esa apariencia, perdió su cabello porque a pesar de que ya no recibió quimioterapias, ella quería sentirse y lucir como los demás pacientes y guerreros que siguen luchando día tras día, esto para que pensaran que ella aún seguiría luchando por un buen tiempo, sin embargo, no era así.
—Hola, ¿cómo estás? —Elián cierra la puerta y me dedica esa única y tierna sonrisa angelical—. ¿Qué te pasó? —pregunta cuando ve mi dedo sangrando.
—Ah, esto… —digo como si nada— no es nada —me encojo de hombros.
—¿Y mi suegra? —pregunta dándome un beso rápido en la mejilla.
—Está durmiendo.
Desde hace algunos días la llama así y la verdad es que no me molesta ni incomoda, al contrario, me parece un gesto tan lindo de su parte llamarla así.
Él se dirige al baño sin decirme nada más.
—¿No tienes un botiquín de primeros auxilios? —pregunta asomándose por la puerta.
—No, pero ya te dije que estoy bien.
—Espérame aquí —dice saliendo de mi casa.
Cuando estoy a punto de decirle a dónde va, él regresa en menos de un minuto con un pequeño botiquín entre sus manos. Se sienta en el sillón.
—Ven aquí. —Da unos golpecitos al sillón para que me siente y lo obedezco.
Se pone unos guantes blancos de nitrilo y saca del botiquín una gasa, agua oxigenada y un mini antiséptico en spray.
Con sutileza agarra mi mano y empieza a hacer curación. Toda su atención está fijamente en mi dedo, limpia la sangre con un poco de agua, rocía antiséptico y por último cubre la herida con una gasa.
Verlo así, tan concentrado y atento a los detalles, hace que sienta una enorme paz; incluso aún no ha notado mi mirada fija en él.
No me había percatado, pero sus ojos lucen más bonitos de cerca, sus pestañas un tanto largas y sus cejas pobladas le hacen perfecta justicia.