Capítulo 6
El tiempo se ha detenido. En este instante, sólo soy consciente de Charles: de su voz, de su abrazo, y, sobre todo, de su sufrimiento. Este hombre está sufriendo, lo siento. Como si el cielo decidiera confirmar la verdad de ese dolor, los truenos no cesan. Son más intensos, más cercanos, más temibles… tan parecidos a los sentimientos ocultos que amenazan con brotar desde el rincón más olvidado de mí.
—Ven conmigo… —dice, soltándome apenas para tomarme de la mano. Echa a correr arrastrándome con él mientras el barro nos salpica hasta las rodillas. Nos refugiamos bajo un árbol enorme; me empuja suavemente contra el tronco, húmedo y rugoso, que araña mi espalda sin compasión.
—Charles… —intento hablar, pero él me interrumpe. Toma mi mano y la lleva a su pecho. Trato de retirarla por instinto, pero él no me deja—. ¿Tampoco sientes esto? —pregunta con voz ronca. El corazón le late tan rápido que compite con el mío—. ¿No logras sentirlo?
Estoy cayendo. Literalmente deshaciéndome. Levanto los ojos para enfrentar su mirada, y justo ahí, sucede lo que temía: me quedo sin aire.
Sus ojos…
Brillan con una pasión desbordada que me es ajena y, a la vez, íntimamente familiar.
—¿Quién eres? —le pregunto en voz baja, con el corazón en la garganta—. Dímelo.
Pero su silencio me desespera. Me apoyo en sus hombros con el brazo libre, y al tocarlo, algo me sacude por dentro. Una corriente que me quema la piel, que me hace ahogar un gemido.
—¿Tan malo es que no puedes decirme? —le hablo como si ya estuviera rota, como si las palabras ya no tuvieran forma de sanar—. ¡Dímelo!
Él solo me mira. Me aprieta, me sostiene, intenta transmitirme todo con el cuerpo porque con las palabras, no puede. Lo que hay en él es una mezcla salvaje de amor y dolor.
—No debo forzar tus recuerdos —susurra. Y con eso, retrocede. Me suelta.
Yo me dejo caer aún más contra el árbol. Si no me sostengo, me desmayo.
—¿Y no es peor este juego? —mi voz se vuelve amarga—. ¿No es cruel dejarme así, sabiendo que algo hay entre nosotros, pero sin entender qué? ¡Charles!
—Nora…
—¡¿Qué, Charles, qué?! —le grito con toda el alma—. Quieres que te recuerde, pero no haces nada para lograrlo. Me buscas, me insinúas cosas, luego te echas para atrás. Me dejas pensar lo peor de ti. Me ruegas que te reconozca, pero no dices nada. Nada claro. Nada cierto. Lo único que consigues es que me vuelva desconfiada, arisca, dura… Y yo no soy así. ¡Pero contigo no puedo ser de otra forma!
—Eres un ángel, Nora —murmura.
—No digas eso. Me hace enojar más. —Respiro hondo—. ¿Fuimos pareja?
La pregunta sale sin filtros. Estoy agotada de evadir. De dudar. Pese al caos en mi cabeza, aún soy yo. Nunca dejo de enfrentarme a lo que me atormenta.
—No… —responde, apretando la mandíbula. Miente.
—Mientes.
—No miento.
—Tu lenguaje corporal dice lo contrario —respondo con frialdad, y entonces algo absurdo, algo impulsivo, me cruza por la mente—. Si me bajo esto, no te sorprenderás con lo que veas, ¿verdad?
Abre los ojos, incrédulo.
—¿Qué estás diciendo?
Sin pensarlo, deslizo la mano hacia la cremallera de mi vestido.
—¿Te volviste loca?
—Yo creo que sí.
—¡Detente! —exclama, abalanzándose sobre mí. Me atrapa las muñecas con fuerza—. ¡Nunca hemos tenido relaciones, Nora!
Levanto el mentón.
—Estabas embarazada —añade, como una confesión.
—Entonces sí hubo una relación, sólo que no llegó tan lejos… —mi mente se acelera, une piezas rotas. Y, de pronto, la voz de mi madre resuena como sentencia—. ¡Ella tenía razón! Estaba sola, vulnerable, embarazada… y tú te aprovechaste. ¡Querías mi dinero!
—¡Eso no es verdad! —su voz truena con la lluvia—. Nunca me interesó tu cuenta bancaria. Sí, cometí errores, pero jamás fui tras tu dinero.
—¿Ah, no? ¿Entonces por qué estás aquí? ¿Por qué sigues rondando mi vida?
—Mira esto, Nora —levanta sus manos con los dedos enrojecidos por el frío—. ¡Sé trabajar! ¡Sé ganarme la vida!
—¿Te estás dignificando ahora?
—No —responde con firmeza—. Pero lo que dijiste fue un disparate.
—Entonces dime la verdad. ¿Qué fuimos? ¿Qué somos?
—No hay una respuesta para eso —traga en seco, otra vez ese gesto—. Tal vez… éramos tanto que al final no pudimos ser nada.
—¿Estás bromeando? —la indignación me carcome—. ¡No juegues conmigo! ¡Habla claro!
Lo miro. Y hay tanto en sus ojos que no logro entender nada.
—¿No lo harás? Entonces me voy.
Me doy la vuelta. No espero respuesta. No quiero seguir mendigando claridad.
—¡Nora! —me detiene. Su mano fría atrapa la mía, y antes de que pueda liberarme, siento su cuerpo contra el mío, su aliento detrás de mi cuello.
—Sufro… —susurra. Y esa palabra se cuela entre mis costillas—. Perdóname.
—¿Perdonarte? —me echo a reír, con amargura—. ¿Crees que tú eres el único que sufre?
—Tengo tanto por lo que pedirte perdón… —dice, con voz apagada—. Por dejarte sola… por no darte lo que me pedías… por…
—¡Basta! —lo interrumpo, temblando—. No estás diciendo nada. Solo palabras. Palabras vacías.
Porque aunque no lo conozco, aunque no lo recuerdo… este desconocido me importa.
Y lo que provoca en mí me asusta.
No quiero volver a romperme.
No otra vez.
—Todo lo que dices para mí no tiene sentido ni peso, son mentiras.
—Entonces dime si esto es una mentira, Nora.
No me dio tiempo de procesar sus palabras. En un solo movimiento, gira mi cuerpo con fuerza, obligándome a quedar frente a él. No alcanzo a ver su rostro; baja la cabeza tan rápido que lo siguiente que siento es el estallido de sus labios contra los míos.
Me quedo inmóvil. Sorprendida.
Él mueve sus labios, los desliza sobre los míos con desesperación contenida, pero yo no respondo. No puedo.
Algo en mí grita que lo bese de vuelta, que lo deje entrar, que lo reconozca…
Mi corazón se ha agitado. Mi piel arde. Mis rodillas tiemblan.