Capítulo 9
Nora
“El recuerdo del dolor”
La puerta se cierra detrás de mí, llevándose lo que creí que sería para toda la vida. Después de tantos corazones rotos, ingenuamente pensé que me volvería inmune al dolor. Pero no es así.
Desde muy joven, el amor ha llegado a mi vida como pan caliente... y se ha ido igual de rápido.
El primero en romperme el corazón fue a los diecisiete. A esa edad es tan fácil caer en una ilusión, sobre todo cuando resulta ser solo un juego. Lloré, pataleé y, honestamente, me sentí mejor cuando mi hermano Daniel le dio un par de patadas.
El segundo fue dos años después, en la universidad. Un chico guapo, rubio, con una sonrisa encantadora. Su apariencia angelical escondía el hecho de que era el mayor depredador de vírgenes del campus. Y sí, fui una de sus víctimas. Aquella “primera vez de ensueño” no fue más que un número más para él.
Quedé hecha polvo. Y aun así, me resistía a creer que el amor era una mierda.
Hasta que, una tarde cualquiera en el cine, conocí al que parecía ser un caballero: atento, considerado. Pero esa relación fue tan fugaz que aún no entiendo cómo le rindió el tiempo para engañarme tres veces en tan poco tiempo.
Ahí comencé a creer que el amor simplemente no era para mí.
Pero en mi cumpleaños número veintiuno me olvidé de todo eso. Conocí a quien se convirtió en mi esposo. Me enamoré tan rápido que me casé solo cuatro meses después. ¡Qué idiota! Di el “sí” convencida de que sería para siempre. Y no lo fue.
Al principio todo fue perfecto. Nada de peleas, solo amor y más amor. Hasta que decidimos tener un hijo.
Un hijo que jamás llegó.
Luché por ser madre con todas mis fuerzas y de todas las formas posibles. Lo único que conseguí fue firmar el divorcio hace cinco años.
Entonces me convertí en una mujer divorciada, con el corazón en ruinas. Me prometí que no habría más hombres. Estuve dos años sola, sin las molestas vivencias que da una relación.
Y como la mujer tonta y corazón de pollo que soy... volví a caer.
Creí que esta vez sería distinto. Este nuevo hombre no me ofrecía amor, ni hijos, ni una vida juntos. Solo compañía, respeto y fidelidad. Al principio no le creí, conocía su historial. Pero cumplió cada una de sus promesas. Fueron dos años tranquilos, hasta dulces. Quizás lo que nos mantuvo a flote fue que ya nos conocíamos hacía más de diez años. Sabía de sus manías, sus miedos, sus traumas... y nunca me afectó su mal genio.
Pensé que esta vez sí sería estable, duradero, para siempre. Pero ahora sé que fue solo mi necedad. Si lo hubiéramos dejado en amistad, no estaríamos en medio de este desastre colosal.
—¡De verdad supuse que eras mi para siempre, Liam! —grito entre lágrimas. Me arde la garganta, me duele la cabeza, siento que me estoy deshaciendo.
Frustrada, guardo cada una de sus cosas en grandes maletas: ropa, calzado, perfumes, relojes… No quiero que quede nada suyo en esta casa. Si él decidió irse, no tiene sentido que lo acompañe su sombra.
—Él jamás te juró amor, Nora. ¿De qué te quejas? —me regaño a mí misma, y esa verdad cruda me sacude el alma.
Liam nunca me mintió. Su única salvación es que fue brutalmente honesto. Es un desgraciado con principios. Y eso duele más.
Yo fui la que quiso más.
Esta es mi culpa, por seguir dándole oportunidades a mi corazón. ¿Es tan difícil entender que quizá mi destino es no ser amada? Soy tan terca que no aprendo de las lecciones repetidas que me ha dado la vida.
—Aun así… no deja de doler —susurro, cerrando la última maleta.
Miro el lado izquierdo del clóset, ahora vacío. Y lloro otra vez por ese futuro que ya no vendrá.
—Él se lo pierde… —me digo en voz baja, como queriendo darme ánimos.
Camino hasta el gran espejo del cuarto. Me río, pero de pura ironía. ¿Por qué, justo ahora que no pedí nada, la vida decide darme algo que anhelé por años?
Más lágrimas. Mis manos van al nudo que mantiene mi bata cerrada y lo desato. Subo la blusa, dejando mi abdomen al descubierto.
Se ve igual que siempre: plano, liso. Pero mis manos lo acarician, como si quisieran sentir alguna prueba de vida.
No hay señales todavía. Pero la certeza de que alguien está ahí… me impulsa.
—Tu papá no nos quiere en su vida, mi amor —digo, respirando hondo—. Hoy cruzó la puerta de esta casa y estoy segura de que no volverá. A pesar de eso, nunca te enseñaré a odiarlo.
Tomo aire.
—Te juro que él es capaz de amarte, solo que no sabe cómo.
Me seco las lágrimas y ajusto de nuevo la bata.
—Tengo la certeza de que voy a luchar contra este dolor. Aún no sé cómo… pero lo aprenderé. Y cuando lo logre, seremos muy felices los dos, mi amor.
Miro mi reflejo con un atisbo de firmeza.
—Todo este dolor tiene un valor. Y ese valor eres tú, bebé. Sé que todo… valdrá la pena
El timbre en mi puerta me sobresalta. Me saca de ese mundo interno que estoy empezando a construir para mi hijo. Me acomodo un poco la ropa, respiro y salgo al encuentro.
Al abrir, hago una mueca.
La persona frente a mí, aunque es una de las favoritas de mi vida, me provoca un resoplido de frustración. Y también de dolor.
—Sé que no es buen momento para que me veas… —esa voz rasposa, con una cadencia que parece hecha de cicatrices, me cala hondo. Se parece demasiado a una que desearía poder borrar de mi mente.
Frente a mí está Roman. Alto, con esa mirada fuerte y el ceño fruncido de siempre. Y aunque lo quiero con el alma, aún no estoy preparada para verlo.
—Pasa —respondo sin mirarlo, haciéndome a un lado para que entre—. ¿Cómo estás, Roman?
Fuerzo una sonrisa.
—Es bueno que estés aquí. Así me ayudas llevándote un par de maletas.
—Nora… —su voz, como su rostro, no expresa nada. Y eso duele. Porque, al final, él venía incluido en el paquete de aquel amor que se esfumó.