Durante los años que siguieron, Efraín no volvió a hablarme con el mismo afecto que antes de aquella tortuosa despedida. Creí inútil aclarar algo, me conformé con lo que mi madre me contaba en las largas horas que pasábamos en videollamada los fines de semana. El trabajo siguió siendo mi mejor aliado, exigía tanto de mí que acababa el triple de cansado. Fue una fortuna, así era fácil dormir. Como aún me sobraba algo de tiempo, me matriculé en un posgrado para acceder a un mejor puesto. En cuatro años logré mi objetivo, nunca consideré que mis metas cambiarían, pero era eso o enloquecer. Para lavar la culpa por no haber vuelto a casa ni una sola vez, enviaba a mi sobrino costosos regalos con los que luego Isabel le tomaba fotos que mi mamá me mostraba. Era un niño muy alegre, igualito a ella. A veces se me ocurría fantasear con que fuera nuestro, pero era de él, del hombre al que me arrancaría el corazón latiendo antes de quitar algo.
La agitada rutina permitió que me distrajera. A Isabel la llevaba siempre dentro, pero el calor que me abrazaba en su presencia se fue tornando un tibio recuerdo, sustituido por las frías imágenes digitales que me llegaban de ella en los cumpleaños, navidades y fechas especiales. Con el tiempo también conocí a una mujer, compañera de trabajo, muy diferente a ella. Hablaba y se comportaba con la desenvoltura de quien sabe lo que hace, su cabello liso nunca iba fuera de lugar y tenía un humor más bien amargo. Era muy bonita, a su lado fue que me atreví a emprender el camino que años atrás recorrí huyendo.
Al verla otra vez, Isabel había cambiado un poco, la maternidad había redondeado sus formas y conferido nuevo brillo a sus ojos, dulcificando todavía más su carácter. La noté rebosante de empatía y deseo de cobijar al mundo. Mi hermano se veía más feliz, intentó seguir enfadado, pero a los dos días lo venció el cariño que todavía me tenía. Me habló de lo mucho que cambió su vida. Él también siguió estudiando, no le iba tan bien como a mí, pero su economía era mucho más estable. Sus ganas de obtener mi aprobación eran las mismas que las del chamaco al que ayudé a crecer.
—Siento haber sido tan cabrón, ahora comprendo que buscabas lo mejor para ti. Isa me dijo que cómo no ibas a querer irte si desde pequeño no has hecho más que trabajar por nosotros. Te hemos fastidiado mucho. Mereces descansar —confesó una noche en que los demás dormían.
Nos habíamos quedado compartiendo una cerveza y el silencio a nuestro alrededor era el mismo que nos envolvió tantas veces cuando nuestra madre se dormía agotada y nos tocaba cenar solos. Quise poder decirle que no era eso, que lo que hice fue con todo el gusto del mundo, pero entonces qué motivo daría para mi alejamiento. Lo dejé seguir hablando y que creyera lo que le diera tranquilidad. Hay verdades que no necesitan revelarse y no por falta de amor, sino todo lo contrario. Me enteré de que Isabel esperaba a su segundo hijo y planeaba dejar su empleo como educadora para dedicarse por completo a la maternidad. Pude compartir su alegría, a mis treinta y tres años, lo único que deseaba era calma y que ellos estuvieran bien contribuía. También me preguntó si pensaba casarme con Rocío, les había sorprendido que llegara con ella porque nunca llevé a ninguna novia o amante. Ignoraba la respuesta, juntos nos hacíamos bien, tanto en lo profesional como en lo otro. Era una persona increíble, de esas que te empujan a mejorar y te hacen sentir a salvo. No obstante, al reflexionar en el futuro no era ella con quien me imaginaba; ese lugar seguía siendo de Isabel, pese a lo imposible y egoísta de mi mezquino anhelo.
La reconciliación con Efraín me hizo bien, hasta obtenerla no creí que la necesitara tanto para seguir adelante. Estuve en paz conmigo mismo por primera vez en mucho tiempo. Una vez que volví a mi rutina, me dijeron que la que crecía en el vientre de Isabel era una niña. Mi mamá fue la más feliz con la noticia, tenía dos hijos varones, un nieto, y una pequeña era ver a su familia completa. Esa misma semana, me pidió dinero para comprarle ropita y cobijas rosas; prometió que me lo pagaría con sus ventas por catálogo sin importar que le dijera mil veces que no era necesario. Por desgracia, no llegó a conocerla.
Ese fue un año terrible, a mediados de marzo una enfermedad desconocida que había brotado con los primeros días de diciembre al otro lado del mundo llegó oficialmente al país. Se declaró cuarentena nacional, pero mi madre, fiel creyente de soluciones fáciles, pensó estar inmune llenándose de tés y remedios naturales para fortalecer el sistema inmunológico. Fue la primera en enfermar. Isabel, a punto de dar a luz y con el pequeño Octavio más demandante que nunca, tuvo que irse a casa de su propia mamá mientras mi hermano se quedaba con la nuestra. Dos semanas fue lo que duró antes de que su cuerpo entero colapsara con el fallo de sus pulmones.
Despedirte sin despedirte de quien amas es desgarrador. A mi madre tuve que decirle las últimas palabras cuando se encontraba inconsciente, a través del teléfono sostenido por una desconocida, y sin la certeza de haber sido escuchado. La habían ingresado una tarde antes al hospital y para aplazar un poco lo inevitable, la conectaron a un ventilador. Una hora después, Efraín llamó para comunicar que se había ido. Para ese momento, él ya presentaba los primeros síntomas, no se atrevió a decirme. Su silencio me acarrearía el mayor de los sufrimientos, porque de él no supe más. Solo que ya estaba muerto.
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Editado: 03.02.2023