Más tarde Silvia se tomaría el tiempo de apreciar plenamente la actitud protectora de Jay. En ese momento, le permitió guiarla por aquella empinada escalera, diseñada especialmente para deshacerse de huéspedes molestos con un simple empujón. Lo dejó hablar y mantenerse siempre entre ella y el viejo, que parloteaba como una comadrona, comentando cuántas veces había llamado el hermano de Jay para saber si ya había llegado. Un muchacho que debía ser su nieto los seguía con su equipaje.
Silvia controló su ansiedad hasta que llegaron al segundo piso y recorrieron la galería crujiente hasta la última puerta, en la esquina del edificio. Tan pronto como el viejo la abrió, Jay le indicó a Silvia que entrara primero y se interpuso entre ellos una vez más.
Ella sólo miró alrededor en busca del baño. Cruzó el cuarto apresurada para entrar allí y trabar la puerta tras ella. Le temblaban las manos cuando encendió un cigarrillo, el corazón le martilleaba el pecho, y ya se arrepentía de haber dejado su refugio en la estación de ómnibus.
Fumó con la espalda contra la puerta y los ojos en el cielo raso, oyendo que el chico entraba el equipaje y que Jay le preguntaba al viejo por la cena y el servicio de habitación.
El suave golpe en la puerta la hizo apartarse de un salto y arrojar el cigarrillo en el inodoro.
—¿Estás bien? —oyó que preguntaba Jay.
—¿Se marcharon?
—Sí, ya puedes salir.
Ella salió del baño y halló a Jay abriendo su bolso sobre la enorme cama de hierro. Él le dirigió una de sus sonrisas cálidas.
—Al fin solos, cariño. Primero para la ducha.
—Toda tuya —replicó ella, intentando devolverle la sonrisa—. Dios, esto es demasiado para mis nervios.
Él le tocó la punta de la nariz de camino al baño. —Ponte cómoda. Clave de internet en el llavero, y dejé mi cargador allí junto a mi bolso. Podemos pedir la cena cuando queramos.
Ella asintió distraída, mirando a su alrededor con atención por primera vez.
Las paredes estaban revestidas con la misma madera oscura que el resto de la posada, y la habitación era el doble de espaciosa que donde ella durmiera dos noches atrás. En la pared opuesta a la cama había una pesada cajonera con una vieja televisión, en la esquina había dos sillones con una lámpara de pie y una ventana a la calle lateral. En el extremo opuesto a la puerta había una mesa con dos sillas, cerca de la ventana más grande, que se abría a la calle principal.
Oyó la ducha al mismo tiempo que sus ojos se posaban en el cenicero sobre la mesa de noche. No había ningún cartel de no fumar, de modo que le apagaría el cigarrillo en el ojo a cualquiera que viniera a regañarla.
Le temblaron las rodillas mientras se sacaba la pesada cazadora de Jay. La cama representaba una tentación difícil de ignorar, pero no quería irse a dormir tan temprano, o se despertaría en medio de la noche. Tal vez pudiera negociar algo intermedio con esa tentación en particular.
Enchufó el cargador de Jay junto a la mesa de noche, buscó su tablet en la mochila y fue a sentarse en el medio de la cama. Necesitaba avisar que regresaría una semana antes de lo previsto. Pero no podía decir por qué. Aún no.
Aunque no había manera de que pudiera verse bien tal como estaba, tan pronto la tablet volvió a la vida, se las arregló para poner una cara divertida para una selfie. Por fortuna la posada tenía buen servicio de internet, y no tuvo problemas para publicar la selfie en Instagram.
“¡Hola a todos! Llego a Buenos Aires en un par de días. ¿Algún alma caritativa que pueda ir a buscarme a Ezeiza?”
Mientras esperaba que alguno de sus amigos respondiera, se entretuvo bloqueando a Pat de todas sus redes sociales y su cuenta de email.
Jay se demoraba en la ducha y la luz plomiza que entraba por las ventanas comenzaba a menguar.
Encendió la lámpara de noche, preguntándose qué haría a continuación. Mientras todavía se lo preguntaba, abrió un archivo de texto en la tablet. Después de dos semanas hablando exclusivamente inglés, ni siquiera se dio cuenta que no estaba escribiendo en su propio idioma y tipeó una serie de oraciones más bien al azar.
Otro vistazo a las ventanas le indicó que las nubes eran más altas y el diluvio se había transformado en una lluvia más normal. Tal vez escampara durante la noche, y tendría oportunidad de marcharse por la mañana. Se rió de sí misma, oyendo a Jay cerrar la ducha. Como si aún le corriera tanta prisa.
Eso. Ducha. Precisaba buscarse ropa limpia, para usar la ducha tan pronto… Su tren de pensamiento descarriló vergonzosamente cuando se abrió la puerta del baño y Jay salió en medio de una nube de vapor, llevando sólo una toalla en torno a sus caderas.
Silvia se apresuró a volver a bajar la vista hacia su bolso, pero el daño estaba hecho. Ya había visto las gotas que caían del cabello para resbalar por el pecho amplio y los firmes abdominales. Sus orejas estaban en llamas cuando Jay pasó a su lado para rodear la cama, para detenerse frente a su propio bolso. Mierda.
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Editado: 15.08.2023