Jay seguía recostado, perdido en Twitterlandia, cuando su estómago gruñó con ganas. Maldición, se moría de hambre y Silvia aún no salía de la ducha. Ya había estado bien de esperar. Saltó de la cama, llamó a la puerta del baño y acercó la cara al marco.
—¡Voy a pedir la cena! —dijo—. ¿Qué quieres comer?
No obtuvo respuesta, sólo el rumor apagado de la ducha.
—¿Me oyes?
Nada. Gruñó por lo bajo y abrió la puerta sólo lo necesario para asomar la cabeza.
—¿Qué quieres cenar?
Silvia replicó de inmediato, como si Jay asomándose al baño mientras ella se duchaba fuera lo más normal del mundo.
—Mataría por un bistec con papas, si tienen algo así. Y una ensalada. Necesito comer algo fresco.
Jay ladeó la cabeza. La cortina barata apenas opacaba su cuerpo. Silvia permanecía bajo la ducha con la cabeza gacha, frotándose la nuca.
—Bien. ¿Vino?
—Un refresco, por favor.
—¿Cerveza?
—Más tarde. Una Coca clásica con la cena, o simplemente agua.
Jay sonrió. ¿Tan tranquila? ¿Acaso creía que la cortina era más gruesa? —De acuerdo.
Silvia oyó que se cerraba la puerta del baño y meneó la cabeza. ¡Qué muchacho! ¡Entrar al baño como solía hacer su hermano cuando tenía cinco años! Por suerte la cortina de baño era oscura y gruesa.
Se lavó el cabello oyendo a Jay hablar por teléfono. Primero para pedir la cena, y luego con su hermano, a juzgar por su tono y su risa.
Lo halló recostado en la cama cuando salió del baño completamente vestida, con las toallas y la ropa usada bajo un brazo. Su mirada valorativa la sorprendió.
—Silvia limpia, mucho gusto —le dijo.
—El gusto es mío —sonrió él.
Era la primera oportunidad que tenía de verla sin sus ropas invernales. Nada del otro mundo, por supuesto, pero se veía mejor que con su atuendo de viaje. El cabello oscuro enmarcaba la cara pálida, de facciones regulares, bonita incluso sin maquillaje. Vestía jeans sueltos, y una franela que le caía hasta los muslos sobre un top ajustado. Un pañuelo negro en torno a su cuello ocultaba los cardenales. Casual y cómoda, sexy jamás.
Silvia rodeó la cama para guardar su ropa sucia en una bolsa y se dirigió a los sillones del rincón, a extender las toallas cerca del calefactor. Hubiera deseado que Jay dejara de observarla así, porque la hacía sentir una cucaracha.
—Tienes respuestas en tu publicación de Instagram —comentó Jay, tendiéndole la tablet con la vista en su propio teléfono, que la había reemplazado en el cargador.
—Oh, gracias —murmuró ella, tomándola.
Encontró la aplicación abierta en su propio perfil pero con una disposición diferente a la que ella usaba. ¿Acaso el borrego entrometido había estado husmeando su cuenta? Los comentarios en su selfie reclamaron su atención. Rob y Juan se ofrecían para ir a recogerla al aeropuerto. Perfecto.
—¡Fíjate! —exclamó Jay en ese momento—. ¡Eres un año casi exacto mayor que yo!
Silvia alzó la vista. —¿Qué?
Jay le mostró algo en su teléfono con una de esas sonrisas cálidas y luminosas. —Tú naciste el 26 de diciembre de 1984, toda una chica Orwell. Y yo nací el 16 de diciembre de 1985. Eres sólo 355 días mayor que yo. ¡Quién lo hubiera dicho!
Ella frunció el ceño incrédula. —Aguarda, ¿qué edad tienes?
Jay rió divertido. No se había percatado que Silvia se contaba entre los que lo creían más joven de lo que era en realidad. —Treinta y tres. Acabo de decírtelo: un año menor que tú.
La sorpresa de Silvia alimentó su risa.
Ella desvió la vista, intentando asimilar que el muchachito rebelde que se pasaba de guapo en realidad era un adulto de su edad que se pasaba de guapo.
Jay la vio abrir la boca, a punto de decir algo. En cambio, frunció el ceño con una mirada fulgurante a su propia mano, que extrajo del bolsillo de sus jeans un objeto pequeño que Silvia reconoció de inmediato: el anillo que Pat le obsequiara como regalo de bienvenida una semana atrás.
Parecía quemarle los dedos.
Apretó los dientes y lo arrojó hacia el rincón. El anillo rebotó y rodó hasta ir a ocultarse bajo uno de los sillones. Ella se acercó a la cama, dirigiéndole una mirada de advertencia a Jay para que se abstuviera de hacer preguntas. Manoteó sus cigarrillos y el cenicero de la mesa de noche, dejó allí la tablet y se apartó a paso rápido para ir a fumar ante la ventana detrás de la mesa, de espaldas al resto de la habitación.
Jay le dio varios minutos de completo silencio, hasta que oyó su respiración agitada, al borde del llanto.
—Por cierto, leí tu poema —dijo en un tono cuidadosamente casual.
Silvia se encogió de hombros, aún de cara a la ventana y al anochecer. —No es un poema, sólo palabras al azar y clichés.
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Editado: 15.08.2023