—¡Apresúrate, Jay! ¡Debo tomar el autobús en treinta minutos!
—¿Qué? ¡Olvídalo! ¡Llama un taxi!
—Si no sales de la ducha, ni un taxi espacial me llevará a la oficina a tiempo.
—Ya voy, ya voy.
Jim terminó de enjuagarse el cabello mientras Silvia llamaba un taxi. Un momento después la oyó entrar al baño.
—¿Sabes? Me da pena tu hermano —comentó, peinándose frente al espejo.
Jim entreabrió la cortina del baño lo indispensable para dirigirle una mirada interrogante. Sean podía provocar distintas reacciones, pero pena ciertamente no se contaba entre ellas. Silvia vio su expresión y asintió sonriendo.
—Debe odiarme más que nunca, obligado a venir hasta aquí con ustedes.
Él cerró la cortina con una risita irónica. —Nadie lo obligó a venir.
—Tal vez, pero no iba a permitir que Jo cruzara el mundo sola contigo.
—No me entendiste, mujer. Mi hermano no nos siguió hasta aquí, fue él quien nos trajo. —El silencio al otro lado de la cortina lo hizo volver a reír—. ¿Tú y yo juntos en este momento? Se lo debemos a él.
Cerró la ducha y sintió la corriente de aire frío cuando Silvia apartó la cortina bruscamente.
—¿¡Qué!?
—Alcánzame la toalla, por favor —dijo en tono casual—. Gracias. —Se envolvió las caderas con la toalla y rió una vez más al ver la expresión incrédula de Silvia—. ¿Qué?
—¿A qué te refieres con que él te trajo aquí? Quiero decir, no es mi intención ser maleducada, pero si hay alguien que no tolera siquiera la idea de que tú estés conmigo, ése es tu hermano.
—Has comprendido todo mal otra vez, mujer. Mi hermano es tu fan número uno.
Jim le indicó que retrocediera para permitirle salir de la ducha y el baño. En aquella casa, las habitaciones no podían medirse en metros cuadrados sino en centímetros cuadrados. Silvia lo dejó pasar y fue tras él hacia su dormitorio, esperando algún tipo de explicación.
—No te dejes engañar por sus aires de tipo duro —terció Jim poniéndose los bóxer—. Sí, es huraño, y le gusta mantener a todo el mundo a distancia. Pero eso no significa que no le caigas bien.
Silvia se apoyó en el marco de la puerta, mirándolo vestirse mientras hablaba, y tratando de decidir si estaba burlándose de ella.
—Ha sido durísimo conmigo después que tú y yo nos vimos en Buenos Aires. No tan duro como tú, por suerte, pero tampoco me dio respiro. Cuando me enviaste la última canción, creí que ya no podía hacer nada más por recuperarte. Si él no hubiera estado allí para patearme el trasero, me habría quedado en casa, intentando hacer una maldita canción que no hablara de ti. Y tú seguirías sola aquí, fingiendo que todo está bien para ocultar que por dentro morías sin mí. —Jim le guiño un ojo abrochándose las botas de caminata—. Una suerte tener cerca a ese bastardo, con lo imbéciles que tú y yo podemos llegar a ser, ¿verdad?
El bocinazo desde la calle impidió que Silvia hiciera más preguntas. Se apresuró a vestir su chaqueta, aún digiriendo lo que Jim acababa de soltarle. Jim se le unió antes que saliera.
—Igualmente, no esperes que te llame cuñada, ¿de acuerdo?
Silvia abrió la puerta riendo con ganas. —¿Te imaginas?
—¡Sería el fin del mundo! —Jim salió tras ella y se apresuró a cerrarse la chaqueta—. ¡Mierda! ¿Por qué hace tanto frío? ¿No se supone que sólo falta un mes para el verano de este lado del mundo?
—Oh, vamos, ya te quejas como una niña rica.
Cruzaron el jardín cubierto de barro y nieve medio derretida.
—Aguarda —dijo Silvia, deteniéndose junto a la cerca—. ¿Mi fan número uno, dijiste? ¿No deberías ser tú?
Jim le dedicó una mirada burlona al pasar junto a ella hacia el taxi.
—¿Yo? Vamos, mujer. Soy yo. Y te conozco.
Silvia volvió a reír alegremente. —¡Tanto tiempo sin verte, bastardo interior!
Jim abrió la puerta del taxi y la invitó a subir con sonrisa y una reverencia.
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Editado: 15.08.2023