Silvia salió del área de Migraciones sintiéndose aturdida y un poco mareada. Tras una semana tan cargada emocionalmente, se había embarcado en aquel vuelo interminable que la había llevado a otro hemisferio, otra estación, otro idioma, otra cultura, otra vida. Miró a su alrededor con ojos turbios. Sentía que estaba por bajarle la presión y que se desmayaría en cualquier momento.
Jim arrojó en un cesto el cartel con su nombre que Silvia no había visto y fue a plantarse ante ella sonriendo, las manos en los bolsillos.
—¿Buscabas a alguien?
Silvia alzó la vista sorprendida y olvidó su equipaje para echarle los brazos al cuello con una exclamación ahogada. Jim la estrechó riendo por lo bajo y la sintió temblar. Besó su cabello, sosteniéndola hasta que ella fue capaz de contener sus lágrimas y retroceder. Cuando consideró que Silvia estaba en condiciones de caminar, tomó su mano, el carrito del equipaje y la guió al estacionamiento.
Ella se limitó a seguirlo. No necesitaba preguntar dónde iban ni por qué. Estaba allí, con él, lo había logrado. La colmó una oleada de alivio tan intensa que volvió a sentirse aturdida, incapaz de pensar con claridad. Jim la ayudó a subir a la camioneta, le tocó la punta de la nariz con una de esas sonrisas cálidas que ella adoraba, y se cargó su equipaje en el asiento trasero.
Un momento después se sentaba junto a ella tras el volante y dejaban el aeropuerto. Silvia miraba hacia afuera, las manos caídas en su regazo. Jim notó lo pálida que estaba. Sin embargo, el mejor indicador de su estado mental era que acababa de desembarcar de un vuelo de doce horas, sin escalas, y todavía no había encendido un cigarrillo.
—Necesitas dormir —terció—. Te llevaré a casa.
Silvia asintió distraída. Jim rió por lo bajo y abrió las ventanillas, no porque el aire de Los Ángeles fuera precisamente puro y saludable, pero la brisa la ayudaría a reaccionar. Así fue. Sólo cinco minutos después, Silvia se estremeció como si despertara, se frotó la cara y se volvió hacia él.
—¿Adónde vamos? —inquirió.
—A casa —respondió Jim con suavidad.
—Aguarda. ¿No dijiste que Jo había encontrado un apartamento para mí y podía ocuparlo tan pronto llegara?
—¿No prefieres venir a mi casa y mudarte mañana? —Silvia meneó la cabeza con una determinación que lo hizo volver a reír—. Muy bien, te llevaré al cenicero.
—¿El qué?
—Cenicero. Ése es el tamaño del apartamento.
Silvia sonrió complacida. Era una suerte que Jo hubiera intervenido para ayudar en la búsqueda. Pero al mirar por la ventanilla frunció el ceño.
—Aún nos dirigimos a Santa Mónica —señaló.
—No puedo arrojar la camioneta fuera de la autopista, mujer —replicó Jim divertido—. Y tu cenicero queda en esta dirección también.
—Oh.
Silvia se palmeó los bolsillos en busca de cigarrillos y encendedor. Pareció desinflarse con la primera pitada. Jim se sorprendió cuando la mano de Silvia cubrió la suya. La tomó y besó el dorso de sus dedos.
—Bienvenida a casa —sonrió.
—Ha sido un verdadero viaje, en todos los sentidos.
—Ya lo creo. Estás hecha un desastre.
—¿Verdad? —La amplia sonrisa de Silvia lo hizo reír—. Ayúdame a recuperar mi cerebro, Jay. Cuéntame del apartamento.
Jim se encogió de hombros. —Ya te dije que es pequeño, demasiado para mi gusto.
—Define pequeño.
—Como tu casa.
—Entonces es perfecto para mí.
—Eso fue lo que dijo Jo. Tiene un solo ambiente grande y una recámara.
—¿Y dónde está?
—¿En un edificio?
Silvia le palmeó el brazo riendo.
—Es un vecindario normal, clase media, a veinte minutos de mi casa.
—Suena bien.
—Y a cinco minutos de lo de mi hermano. —Jim le guiñó un ojo—. En caso que necesites algo y no puedas esperar veinte minutos hasta que yo llegue al rescate.
—¿Me rentaron un apartamento en el mismo vecindario que Sean? ¿Bromeas?
—¿Prefieres quedarte en mi casa?
—¡Tramposo! No te preocupes, estoy segura que me gustará.
—Apuesto que sí, sobre todo con tu amigo a la vuelta de la esquina.
Aquella plática liviana la ayudó a despejar su cabeza. Cuando Jim estacionó frente a un bonito edificio de sólo cinco pisos, Silvia ya estaba en condiciones de apreciar el lugar. Tal como él anticipara, era un vecindario normal, que no se parecía en nada al lujoso boulevard donde él vivía.
—Me gusta —afirmó mirando alrededor cuando se apearon de la camioneta.
Se enamoró del apartamento tan pronto traspuso el umbral. El ambiente principal era un rectángulo que se alargaba hasta el extremo opuesto del apartamento, donde una amplia ventana se abría a una bonita vista de la ciudad. Esa ventana, junto con la puerta vidriera al pequeño balcón, inundaban el lugar de luz natural.
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Editado: 15.08.2023