Todas mis pertenencias las dejé atrás porque lo más valioso que tenía lo cargaba siempre en mi memoria, en mi pecho.
Sentada en la esquina de mi lecho, observando con retardo el avance de las horas, encontré, en la monotonía de los minutos, la poca diferencia que había entre mi vida y la de los muertos… Todo lo que tenía yo eran recuerdos, sombras y la interminable melancolía de quien no tiene ataduras al mundo, mientras que ellos continuaban por allí, vagando y penando porque se aferraron a algo o alguien.
Esa maldita sensación de vacío no dejábame conciliar el sueño, cambiándolo por el miedo de las noches que condenábame a deambular a la sombra de los que se adherían a mí, cuando se daban cuenta que les veía; y en el día, entre los momentos silenciosos, cuando ellos se iban y dejándome sola, sola de verdad, nada llenaba ese vacío, ni un pensamiento, ni una pasión o la cola de un sueño. Hasta que acepté esa invitación.
Sentada en la esquina de mi lecho mientras el señor Hotchsetteri esperabame diligentemente en el pórtico de la casa, la mitad de los inquilinos asomábanse a las ventanas, husmeando la carroza motorizada de lujosos detalles que aguardaba.
Las paredes descascaradas se retorcieron para obligarme a quedar, los marcos de madera sangraron hieles y las bisagras rechinaron en protesta a mi marcha. Necesité de toda mi fuerza para caminar a la salida con la seguridad de que era lo correcto, porque era una jaula de muertos donde vivía, porque alimentaba con la mía las almas lastimeras de los errantes, ligados a mi lecho, a mis sábanas, a mis propias entrañas. No supe que nunca me iría, que siempre viviría en esa habitación y en todo lugar que me ensuciara el alma.
—¿Su equipaje, señora Geaster? —inquirió el señor Hochsetteri al verme descender por el balcón sin nada entre mis manos, salvo el paquete de libretas envueltas en papel periódico, y sujetadas con una tira de tela.
—Le dije en el pasado que no poseo la indumentaria, y no era mentira, señor Hotchsetteri —dije con talante, pasando de él—. Además, el señor Laccaria ha prometido acarrear con todo gasto, y le he tomado la palabra.
—Siril —apareció Mecce detrás, con la prole siguiéndole como a una gran líder. Giré—. Si no volvés, ¿qué hago con tus cosas?
Lo sopesé por un segundo, conteniendo la mirada en el segundo piso, viendo sin ver, sintiendo sin sentir, las miradas de los muertos y el silencio de los vivos.
—Si no vuelvo, dejálas allí, que de todas maneras he de volver.
Ella pareció no comprender mis palabras, pero varios años después, en una noche de septiembre, ella las recordaría y cobrarían sentido completo. Por ese momento, eran solo delirios de grandeza para sus ojos.
El caballero detrás de mí, contempló mi modo de hablar y una vez dentro de la carroza conducida por indicaciones computarizadas, habló.
—Nunca logré comprender cómo puede la prole tratarse con tan poco respeto —dijo despectivo, en su observación por las cuadrillas de trabajadores regresando a casa, exhaustos. Pero lo que yo observaba en ellos, era la tragedia recién vivida: un desastre con una maquinaria pesada culminó en una muerte. Su comentario pasó invisible por mi vida.
Y así, sin más, dejé lo que me mantenía luchando por la vida y me acarreaba a intentos fallidos de una mejor existencia, dejé mis sueños, mis metas, mis ilusiones, pero también dejé de mentirme, y me di cuenta que nunca desee nada de verdad, y que todas las cosas por las que creí que luchaba, eran de alguien más y no mías.
El automotor recorrió calles que no recordaba y en las que nunca había estado, pasamos de lejos por el palpitante centro de la ciudad y el suntuoso parque de kilómetros y kilómetros de longitud que era la urbe gracias a sus paredes pobladas de vegetación exótica y genéticamente alterada para acelerar el proceso de convertir el dióxido de carbono en oxígeno respirable, vi por primera vez la belleza en la humanidad que resurgía de entre las cenizas de la guerra extinta, vi desde la ventana la esperanza de un avance hacia la paz y la armonía, por primera vez, y supe en ese momento que quizá somos unos pocos los que no encajábamos en ese mundo tan bello y próspero, que éramos la minoría los que nos aferrábamos al pasado y a la miseria que condena, que la humanidad debía vernos morir para ella renacer de nuestros huesos.
—Su semblante dicta que no se encuentra bien, señora Geaster —habló el señor Hotchsetteri tras cuarenta minutos de trayecto, cuando cruzábamos el anillo que guiaba a la central de transporte terrestre.
—¿Se ha desligado de algo alguna vez, señor Hotchsetteri? —pregunté, sin molestarme en apartar la vista de la ventana cristalizada y la carretera abriéndose paso ante mis ojos—. ¿Algo que de verdad quería o deseaba?
—Sí —respondió, tras varios segundos, entrando en un instante de concentración como el mío—, hace más de veinte años, cuando tuve que despedir a mi padre tras su repentina muerte.