Te das cuenta de que todo ha cambiado cuando el monstruo bajo tu cama presenta su renuncia y desaparece de la nada.
Ya no hay más lámparas encendidas, ni puertas abiertas. No hay más cuentos para antes de dormir, ni besos en la frente acompañados de un suave susurro de buenas noches.
Papá dejó de revisar en mi armario y yo dejé de temer al mirar debajo de mi cama. Las caminatas de medianoche a la habitación de mis padres se hicieron inexistentes y en algún rincón dejé abandonado el pequeño muñeco de felpa que me acompañó desde el día de mi nacimiento.
La infancia me abandonaba sin que me diera cuenta, llevándose consigo lo poco y nada de candidez que me quedaba. Cuando finalmente fui consciente de su ausencia, me despedí con el significado de traición grabado en mi memoria y acarreando a todos lados un alma apagada y un sabor amargo en la boca.
Con la adolescencia, llegó la soledad y el desamor. Así como creé nuevas amistades, también encontré enemigos. Enemigos terribles; físicos y mentales que entorpecieron mi camino hacia un futuro lleno de confianza. Para cuando el primer año acababa, solo quería esconderme. No deseaba enfrentarme al mundo. Todo había perdido el sentido, incluso yo.
Así, el tiempo comenzó a transcurrir y yo a dejar de sentir. Una gruesa capa de hielo fue cubriéndome hasta volverse inquebrantable. Los tres años restantes pasaron en un abrir y cerrar de ojos y pronto me despedía de una etapa que solo me trajo desdichas.
El siguiente paso carecía de expectativas. La universidad no era algo llamativo a mis sentidos, algo a lo que deseaba enfrentarme, pero si con un diploma ya era difícil sobrevivir en un mundo predominado por hombres, sin uno, todo se volvía doblemente difícil.
Hice mi meta el seguir con un perfil bajo y mantener mi cabeza lo suficientemente ocupada como para no enloquecer. Y lo cumplí. A medias.
Mi cabeza se mantuvo ocupada, lo suficiente para llevarme a la locura.
Todo en mí comenzó a encenderse. Farol por farol en un largo sendero, la fría oscuridad se desvanecía al toque de la cálida luz.
Con la universidad, lloré, grité, añoré y amé; me descongelé y, al mismo tiempo, me quebré.
La calidez llegó en la forma de una sonrisa y en un par de amables manos que parecían ofrecerme el mundo sin gran dificultad.
Intenté ignorarlo. Intenté no darme cuenta de que estaba más dañada de lo que creía. Intenté ocultar el amplio agujero en mi pecho, pero nada funcionaba porque necesitaba hacer algo más que esconder todo debajo de mi cama.
Con el descontrol que sus ojos verdes trajeron, me hallé añorando los días en que la ignorancia llenaba mi cerebro. Deseé que el dolor más fuerte fuera el de las rodillas rasmilladas y no el de un corazón verdaderamente roto.
Quería volver a tener las lámparas encendidas, las puertas abiertas, deseé los cuentos para antes de dormir y las caminatas de madrugada. Quería volver a escapar del monstruo que tan mal interpretaba porque su intención nunca fue asustarme, sino, espantar a los demonios que llegaban con el adiós de la inocencia.
Quería cerrar los ojos, tapar mis oídos y gritar por un nuevo despertar en medio de una pequeña cama que cobijaba todas y cada una de mis añoranzas.
Cuando me di cuenta de que mis deseos eran inútiles, tuve que volver a recoger los pedazos. Esta vez, un poco más pequeños, un poco más numerosos. Era hora de reconstruirme a mí misma.
Con la lluvia golpeando mi ventana y el corazón aporreándome el pecho, escribo en silencio una historia que no necesita ser contada, pero que añoro recordar con cada detalle cuando mi cerebro ya no funcione de la misma manera.
Cobijándome en la compañía de la luna y tratando de no romper la tranquilidad de la noche, comienzo.
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Editado: 03.07.2019