Solteros y arrogantes

9. Primer encuentro

El hombre que se hallaba en la puerta la miró desacomodado cuando ella se acercó para entrar y, al notar que llevaba su credencial en el cuello, retrocedió lioso para dejarla pasar.

Ella le regaló una sonrisa y un saludo amable, algo que lo desconcertó aún más.

No era común ver gente de color allí, muy por el contrario, la gente como Micaela se alejaba cuánto podía de las Agencias Black y, sobre todo, de su ejército de rubias locas y jefe prejuicioso.

El encargado de la puerta la dejó pasar, aunque bastante preocupado y, si bien, Micaela entró a las oficinas con una gran sonrisa en su rostro, poco a poco, la misma fue desapareciendo.

Su entorno era lo más extraño que había visto nunca y las mujeres que allí trabajaban pensaron lo mismo de su inusual visita.

Todas se pusieron de pie, una a una para mirarla de pies a cabeza y cuchichear sobre su piel, su cabello y su bonita ropa.

Algunas no eran prejuiciosas como su jefe, pero muchas de ellas habían cogido el mismo problema que Le Mayer y miraban por encima del hombro a las personas como Micaela.

Una de las encargadas del primer nivel corrió a hablar con ella antes de que llegara al elevador y se mostró sorprendida cuando le vio la credencial de la empresa colgando en su cuello.

—¿Trabajas aquí? —le preguntó la rubia con tono alto.

Todas oyeron y exclamaron escandalizadas cuando Micaela respondió positivamente.

—Sí… —dijo firme, pero luego, al escuchar las exclamaciones de las rubias que la miraban como si fuera un bicho raro, dudó—, o eso creo… —unió luego y miró a todos lados.

Todas esquivaron su mirada curiosa y se alejaron cuanto pudieron, como si la pobre estuviera enferma y fuera horrendamente contagioso.

—¿Y sabes en qué área trabajas? —quiso saber la rubia que se había interpuesto en su camino.

Micaela separó los labios para responder.

—De seguro es la que limpia —se rieron algunas.

Micela se relamió los labios con ansiedad y se tragó todas sus malas palabras. Era su primer día y debía mostrarse cortés y educada.

—Soy la asistente del Señor Le Mayer —respondió ella.

El escándalo fue peor. Las rubias incluso gritaron mientras se reían de lo que Micaela acababa de decir.

Como a la morena le estaba quedando poca paciencia, pasó por encima de la mujer que la retenía frente al elevador y se montó en el mismo para emprender su viaje hasta la oficina de su jefe.

Se sintió terrible cuando volteó en el interior de la caja metálica y vio a las rubias riéndose de ella, hablando sobre su pelo horrible y su piel oscura sin siquiera tener consideración por sus sentimientos.

Las puertas se cerraron y suspiró aliviada. Quiso creer que toda agonía había terminado y que llegaría a un lugar con empleados más amenos, pero cuando las puertas dobles del ascensor se abrieron ante ella, se encontró con una segunda tropa de rubias alteradas.

Eran tan chillonas que a Micaela le dolieron los oídos y, si bien, estuvo a punto de soltar el llanto, Jimena apareció para rescatarla.

—¿Tu eres Micaela? —preguntó la secretaria de Le Mayer y la miró con grandes ojos. La jovencita asintió—. ¡¿Micaela Torres?!

—Sí —confirmó Micaela con extrañeza.

—¡Masdre santa, le vas a dar un infarto y aun no son ni las nueve! —exclamó la secretaria.

Estaba tan alterada que corrió a su escritorio para agarrar una botella pequeña de whisky y se la empinó en los labios para beber. Se la bebió completa y con pocos modales la lanzó en un cesto de basura.

Micaela la miró con pavor. Estaba segura de que nunca había visto a una mujer beber tan temprano y con la boca tan sucia.

—¿Todo está bien? —preguntó Micaela, desconocedora de lo que estaba sucediendo allí y se acercó a la pobre secretaria con timidez.

De fondo, el resto de las empleadas, todas rubias y pálidas; con senos inflados y cinturas apretadas, miraban la escena entre cuchicheos.

—¡¿Bien?! —preguntó Jimena y quiso llorar—. Me va a matar en cuanto te vea —le dijo con los ojos llorosos y Micaela apretó el ceño—. ¡Eres de color, por el amor de Dios! —le gritó en la cara—. Es que Dios ya no nos quiere, por eso nos castiga así —lamentó la mujer.

A Micaela no le gustó su trato, ni esa forma en que la miraba, como si fuera lo más horrible que hubiese visto nunca.

—Me vas a disculpar, me parece muy ofensivo lo que estás diciendo sobre mi color de piel y… —Micaela quiso refutar.

—¡¿Ofensivo?! —preguntó Jimena riéndose histérica—. Cariño, eso no es nada y yo no tengo nada en contra de los tuyos…

—¡¿Los míos?! —preguntó Micaela, claramente ofendida—. ¿Qué estás insinuando? ¿Qué somos una raza aparte o qué? —insistió alterada—. Soy una persona, como tú y como todos ustedes… —Jadeó fuerte y miró al resto de las rubias que seguían riéndose de ella.

Trató de controlarse. Era su primer día y no quería dar una mala impresión.




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