Hoy es un día normal. A normal me refiero a estar en mi casa, acostada y sin nada que hacer. Pues claro, me encuentro en vacaciones. Y ahora que lo recuerdo, solo me quedan dos semanas para comenzar mi último año.
Mis padres en este momento se encuentran trabajando, como siempre. Pues en su trabajo ellos son sus propios jefes. Si, tienen una empresa y ambos trabajan allí.
Y yo como soy hija única, eso quiere decir que estoy sola en mi casa.
No me quejo de que ellos trabajen. Pues claro, tienen que cubrir los gastos de esta gigantesca casa. Pero no voy a negar que a veces necesito pasar tiempo con ellos.
Luego de estar casi una hora mirando las decoraciones del techo de mi habitación. Miré hacia la mesita que tenía a la derecha de mi cama y el reloj marcaba las diez en punto. Decidí que ya era hora de levantarme ya que es un horario demasiado tarde para levantarme.
Mi madre me acostumbró a levantarme a las siete en punto de la mañana, sin ningún motivo. Porque si lo hubiera sería más lógico. Pero como no lo hay, pareciera cosas de locos. Y si ella me viera acostada aún, me regañaría.
Ordené mi cama y me dirigí hacia el baño. Me quité mi pijama y entré a la ducha. Luego me cepillé los dientes y mi cabello.
Salí y fui al armario a buscar la ropa más cómoda posible.
Terminé de hacerlo y bajé a prepararme el desayuno. Por más que le pagábamos a personas para que lo hagan, a mi me gustaba cocinar. Así que no tenía problema en cocinarme. Y llegué a un acuerdo con los empleados de que mientras mis padres no estén en casa, que yo me cocinaría. Ya que ellos no me permitirían hacerlo.
Todo era silencio, un silencio tranquilizador. Amaba quedarme sola.
Fui a la cocina y comencé a prepararme un café, luego unas tostadas.
— ¿Qué horas son estas para levantarse?—escuché a mis espaldas.
Inmediatamente volteé y vi a mi madre en la puerta de la cocina con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Este... yo... tenía que... ordenar mi cuarto—dije esto último rápido.
— Tu cuarto siempre está ordenado —alzó una ceja— Por algo le pagamos a Rosa.
Rosa es una mujer de apróximadamente cincuenta años quien trabaja aquí de limpieza. Ella estuvo con nosotros desde que yo tenía diez años. Siempre me protegía, y me cubría cuando mis padres me regañaban por algo. Es como una segunda madre para mi, siempre estuvo conmigo. E incluso mucho más que mi propia madre.
—En fin... —cambié de tema— ¿qué haces aquí? ¿no tendrías que estar en tu trabajo? —pregunté confundida.
Mis tostadas ya estaban listas. Así que las tomé junto a la taza de café y me senté a desayunar.
—Si —se dirigió a la mesa en donde había una canasta con frutas— pero tu padre quería que estuviese aquí, no se por qué—tomó una manzana y comenzó a comerla.
Justo en ese momento se escucha como la puerta principal se abre y luego se cierra.
— ¿Clarisse?—la voz de mi padre anuncia su llegada.
Mi madre me mira, deja la manzana sobre la mesa y sale de la cocina. Comienzo a escuchar unos murmullos, pero no les doy importancia.
—Eliette —dijo mi padre ingresando a la cocina— ven un momento por favor.—salió otra vez.
—Hola papá, ¿yo estoy bien y tú? —dije sarcástica, ya sabiendo que él no me contestaría.
Me levanté y salí de la cocina. En la sala veo a mis padres hablando. Pero también ví a una tercera persona, quien estaba dándome la espalda. Era alto y delgado, se notaba que era un chico y jóven. No pude evitar observar sus músculosos brazos.
— ¿Qué ocurre? —fue lo primero que dije.
Aquella persona apenas me escuchó hablar volteó a verme. Y yo no podía creer lo que mis propios ojos estaban viendo.
—¿Aiden? —dije confundida y también felíz.
Aiden era mi mejor amigo desde que tenía memoria, vivía al lado de mi casa. Y sus padres eran muy amigos de los míos, así que prácticamente crecimos juntos. E incluso cuando teníamos quince años empezamos así como una relación. Pero todo acabó cuando sus padres se mudaron a otro país, llevándolo a él también.