Sueños Blancos.

XL. EL PRECIO DE RENDIRSE

La madrugada se filtraba lenta por las rendijas de la persiana. Era una de esas horas en que el tiempo parece suspendido, cuando el silencio pesa más que cualquier sonido. Julio giró sobre la cama, aún medio dormido, extendiendo el brazo en busca del cuerpo cálido de Ximena.

No lo encontró.

Abrió los ojos.

La luz tenue del pasillo seguía encendida. La cama estaba perfectamente hecha de su lado. Ninguna señal de que ella hubiera regresado en toda la noche.

Se incorporó, inquieto. Miró el reloj: 5:47 a.m.

Pensó en llamarla. Luego se dijo que quizá estaba en el baño. O que habría dormido con Daniel. Caminó en silencio por la casa, evitando hacer ruido. Pero con cada paso, el aire se volvía más denso.

La cocina, vacía. La sala en penumbra. El sofá, intacto.

—Ximena... —susurró, más por ansiedad que por esperanza.

Nada respondió.

Se acercó al cuarto de su hijo. Daniel dormía profundamente, abrazado a su peluche. Ximena no estaba con él. Julio cerró la puerta con cuidado, con esa ternura que solo contrasta con la angustia que ya lo invadía.

Tomó su celular. Ni mensajes. Ni llamadas.

Lo último de ella era un audio: "ya vuelvo, mi amor, guarda hambre que quiero cenar contigo", dicho con esa dulzura que solo ella poseía. Pero no había vuelto.

Marcó su número. Una, dos, tres veces.

El tono sonaba. Nadie contestaba.

Respiró hondo. Quiso pensar con lógica. Una urgencia, una visita, una noche con alguna amiga, tal vez Jackie... pero nada encajaba. Ximena no desaparecía así.

El miedo empezó a tomar forma. A dibujar rostro. A murmurar tragedias posibles.

Miró el comedor. La cena seguía servida. Las flores sobre la mesa. El vestido colgado en la silla.

Ella planeaba volver.

—No... —susurró—. No puede ser.

Revisó cada rincón. Buscando huellas. Señales. Vestigios. Nada. Solo su respiración agitada.

Llamó a Jackie. Sin respuesta.

Quiso pensar con claridad. Pero ya no podía.

Era solo un hombre en casa, con su hijo dormido, y sin la mujer que era su norte.

La incomodidad de anoche ahora era certeza. Algo estaba mal. Muy mal.

Se sentó frente a la cena intacta. El aroma a lavanda y eucalipto se había ido. La casa olía a vacío.

—¿Dónde estás, Ximena?

El reloj marcó las seis.

Y comenzaba un día que no debía haber empezado así.

A las 7:20 a.m., el timbre sonó con una insistencia prudente. Julio, con los ojos hinchados y Daniel en brazos, caminó hasta la puerta. El niño ya estaba despierto, inquieto por la ausencia de su madre, sin comprender aún el peso del silencio.

Abrió.

Verónica estaba allí. Vestía un abrigo oscuro, un pañuelo beige al cuello, y sostenía una bolsa pequeña con panecillos.

—Perdona la hora —dijo con tono mesurado—. Pasé por aquí al no recibir respuesta. Me preocupé.

Julio no encontró palabras. No recordaba haber leído mensajes, aunque tampoco lo había hecho. La noche había sido un caos.

—Entra —murmuró, haciéndose a un lado.

Ella avanzó con naturalidad, reconociendo sin mirar demasiado: la cena intacta, el vestido en la silla, el celular sobre la mesa. Se sentó sin pedir permiso, como quien sabe que su presencia ya no sorprende.

—¿Dónde está Ximena? —preguntó con voz neutra.

—No lo sé —respondió Julio, apenas.

Verónica no mostró asombro. Solo sostuvo la mirada, como si eso confirmara algo que ya imaginaba.

—¿Desde cuándo no sabes de ella?

—Desde ayer en la tarde. Me dejó un mensaje diciendo que volvería pronto. Pero no regresó. No contesta. Nada.

—¿Contactaste a alguien más?

—A Jackie. No respondió.

Verónica hizo una pausa breve. Luego, con tono cuidadoso, añadió:

—Julio... sé que esto te angustia. Pero a veces, cuando alguien desaparece así, no siempre hay que pensar en lo peor. Hay razones que pueden no tener sentido aún.

—¿Qué estás insinuando?

—Nada exacto. Solo que, a veces, hay decisiones silenciosas. Procesos que no se comparten. Dolores que no se gritan. Y eso no significa abandono... a veces es solo un intento desesperado de respirar.

Julio bajó la mirada, con el ceño apretado. Su voz apenas fue audible:

—Ximena no haría eso.

—¿Estás completamente seguro de conocer cada rincón de lo que sentía?

Él no respondió. La pregunta lo atravesó sin aviso.

Verónica prosiguió:

—Y si vas a buscar apoyo, asegúrate de que sea de alguien que no tenga lealtades divididas. Jackie es tu amiga, pero últimamente ha estado más cerca de Ximena. No sabes qué supo, qué no te dijo.

El celular vibró sobre la mesa. Era Jackie.

Julio lo miró. Dudó. Las palabras de Verónica aún flotaban en su cabeza.

Dejó que la llamada se perdiera.

Verónica no dijo nada. Pero en su mirada se insinuaba una certeza.

—Yo no estoy del lado de ella —agregó con suavidad—. Ni del tuyo. Estoy aquí. Nada más. Si quieres que te ayude, puedo moverme sin levantar alarmas. Preguntar. Indagar. Pero por ahora, lo mejor es el silencio. Hasta que tengamos claridad.

Julio no respondió. El silencio fue su forma de ceder.

Verónica se levantó y dejó los panecillos sobre la mesa.

—Esto es para Daniel. Por si despierta con hambre. A veces los gestos simples sostienen más de lo que creemos.

Al llegar a la puerta, se volvió una vez más.

—Llámame si cambia algo —dijo—. No estás solo.

Y se fue.

El eco del portazo dejó a Julio con su hijo en brazos, el alma sin abrigo, y una certeza que comenzaba a enredarse con la duda. Verónica ya estaba dentro. Dentro de su casa. De su vacío. Y, sin que él lo supiera, dentro de su fragilidad.

El silencio que antes temía ahora era su única compañía.

En la casa de campo, la luz tenue que entraba por una rendija del techo apenas rozaba las paredes de madera. Ximena estaba sentada sobre la cama, abrazada a sus rodillas, la manta echada sobre los hombros. No cerraba los ojos. Como si no hubiera dormido en días. O en siglos.




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