“Querida Catarina:
El tiempo parece avanzar con lentitud. Cada día en esta casa es como una tortuosa agonía. Preparativos para más fiestas de las que he podido contar. Y a pesar de los lugares que he podido visitar, nada se compara a mi visita en tu hogar, con el calor de una familia. ¿Sabías que la familia de mi padre compite por el favor de la reina? Diario intentan convencerme de tomar una esposa, una joven hermosa, que me temo carece de intelecto.
Desearía poder volver con los Vasco de Avellaneda algún cercano día.
Con aprecio, Charles”
Querida… había comenzado a llamarla así después de la quinta carta que habían compartido.
Charles, para su sorpresa, poseía un sentido del humor interesante.
Él, con brillante ingenio, había dejado una carta sobre la mesa en la habitación de Catarina, donde ella la encontró temprano, entre las letras se encontraba una nota para enviar la respuesta a una oficina de correos. Y él prometió preguntar por esa carta todos los días.
Pensaba que eso sería lo más cercano que estaría de sentirse deseada por alguien, aunque simplemente fuese por amistad.
― ¡Cata!― exclamó la voz alarmante de su hermana― ¡Cata! ¡Que te estoy hablando!
Catarina desvió la vista de la ventana desde la cual podían mirar la laguna frente a la casa, se encontraban en las habitaciones que su hermana había reclamado para ella y sus tres hijas.
― ¿A qué Cata estas llamando?― preguntó confundida, pues aún se encontraba pensando en la carta de Charles.
Su hermana puso las manos sobre las caderas, formando una figura parecida a una jarra. Eso tenía un significado; se acercaba un reclamo.
― ¿A qué otra Cata voy a llamar si la otra Cata soy yo? ¡Pon los pies en la tierra!
Su hermana Catalina, era, sin lugar a dudas, una mujer de carácter firme. Tenía una hija de nueve años llamada Elisa y las gemelas de seis meses, Amada y Amanda. Como si tener a Catarina y Catalina en una sola familia no fuera suficiente.
Suspiró profundo y sonrió para ella.
―He estado distraída.
― ¡Que va! ¡Cuando estés atenta será cuando me sorprenda!
―Voy a revisar a los niños― dijo Catarina y se puso de pie con la carta en la mano.
― ¿Aun te escribes con ese amigo de Julian?
―Su nombre es Charles y es amigo mío.
―No tenemos amigos y bien lo sabéis.
Catarina deseó gritarle que se callara, en vez de hacerlo, caminó en dirección a la puerta, para ir a jugar con los niños en el lago.
Avanzó por los pasillos de la casa, el suelo ya no rechinaba de esa forma molesta contra sus zapatos, pues entre las entradas y salidas de los niños, este se encontraba cubierto de polvo y algunos trozos de fango por haber jugado en el lago.
Ella amaba esa sensación; la casa rebosaba de vida y alegría, con gritos de juego y paredes pegajosas por los pastelillos de limón robados de la cocina.
Bajó las escaleras, decidiendo que la próxima vez que viera a los niños saltar de un escalón a otro, no los reprendería, ya que parecía una actividad divertida. Saltó el último peldaño y aterrizó con delicadeza sobre el suelo, igual que una bailarina. Si ella hubiera decidido seguir por ese camino, pero después de lo sucedido… Cata sacudió la cabeza y caminó en dirección a la puerta principal, cuando se dio cuenta de la figura recostada sobre el sillón de la sala. Por la estatura sus pies colgaban de un lado, mientras sujetaba el libro de El Mercader de Venecia entre las grandes manos.
El oscuro cabello de su hermano Diego estaba revuelto y con algunas ramitas en él.
― ¿Habéis dejado solos a los niños?― exclamó Catarina.
Diego respiró profundo y bajó el libro sobre su pecho, dedicándole una mirada molesta con sus profundos ojos negros.
―Con las gemelas en casa apenas puedo conseguir poco tiempo de silencio― reclamó con despecho―. Debo sacar provecho cuando duermen.
― ¿Y los otros?― reprochó ella, cruzando los brazos sobre el pecho.
Odiaba nunca ser tomada en serio por ninguno de sus hermanos, y algún día sus sobrinos también sabrían que su tía era una loca y se avergonzarían de ella, del amor que sentían.
―Pueden cuidarse solos. Jonatán vigila que Elisa no entre en el lago. Así como Nicolás y Sebastián corren sobre el cruce más no en el acantilado ¿Lo veis?
Catarina negó un par de veces y se marchó. Como si fuera completamente común que un grupo de niños jugaran sobre el borde del acantilado, donde nada de lo que caía subía de nuevo a la superficie.
Tomó un chal del gancho al lado de la puerta, lo colocó sobre sus hombros y salió. El viento la recibió, revolviendo su cabello y enfriando su rostro. Amaba esa sensación, a diario fantaseaba con la idea de subir a un barco, tal vez disfrazada como un hombre para tener algo de respeto, y poder sentir el viento sobre su rostro todo el tiempo.
Aventuras que simplemente pasaban en su mente, ya que no contaba con el valor de abandonar a su familia.
Caminó hacía el lago, en donde los niños jugaban, gracias a Dios que no habían ido al borde.
Dos de los carruajes faltaban, al igual que cuatro caballos. Más temprano ese día, sus padres habían salido en dirección a la iglesia del pueblo, un nuevo hombre de Dios llegaba y deseaban conocerlo. Un par de horas después, Mireya y Julian habían partido en la misma dirección. Aunque a decir verdad, Catarina sospechaba que buscaban un poco de tiempo a solas, y ella no los culpaba por ello. Si tuviera a alguien a quien amar, también le gustaría pasar tiempo con él.
Llegó a la orilla del lago, sintiendo como las suelas de sus zapatos se hundían en el fango, no le molestaba la sensación, la divertida y le hacía pensar que algún día estaría pisando una montaña y no el frente de su casa.