Catarina había esperado con impaciencia la llegada de sus padres, que cuando el carruaje llegó, Catalina y Diego corrieron a la puerta, mas ella se quedó sentada en la sala, mirando la carta que descansaba sobre la mesa. Pensando, como si el papel pudiera flotar hasta su mano, abriéndose en aquellas letras que tanto temía fueran leídas.
¿Cuál sería la reacción de su padre? ¿De madre? ¿Julian? ¡Dios! ¿Qué si Catalina quería matar al viejo y a Josefina? ¡Que todo el mundo se esconda! ¡Catalina está enojada!
Se cansó de esperar a que la familia llegara, así que tomó el sobre y lo abrió, extendiendo el papel sobre sus piernas leyó:
“Estimado hijo: Temo que no hay manera de suavizar ya mis palabras… iré a la muerte en poco tiempo, y tu hermana quedará desamparada. Y quisiera solicitar extiendas tu ala protectora sobre ella…
― ¿Qué se ha creído ese viejo?― exclamó Úrsula, su madre.
Catarina sacudió la cabeza. La carta estaba perfectamente guardada en el sellado sobre en la mesa. No la había leído, aunque guardaba la esperanza de que las letras fluyeran de la misma manera que en su cabeza.
Entraron en la sala sus padres, seguidos de Mireya, Julian y Catalina. Diego estaba afuera, cuidando de los niños.
Catarina esperó con paciencia a que su padre se acomodara sobre el sillón, para que leyera la carta.
Don Alberto, si bien para algunas cosas era un hombre activo, cuando se trataba de algo que carcomía los nervios de Cata, era sumamente lento, como cuando llegaban tarde a algún lugar. Él se inclinó sobre la mesa y abrió la carta, y ella tuvo la certeza, que desde el inicio todo era malo.
Su padre arrugó la frente, sus cejas bajando, por poco juntándose.
― ¿Y bien?― preguntó Julian. Un poco inclinado al frente. Mireya frotando sus manos en las de él― ¿Qué dice?
Don Alberto cerró la carta y frotó sus ojos con los dedos pulgar e índice de la mano derecha. Parecía cansado, se dio cuenta Catarina. Cansado de toda esa vida, y parte de ese peso era por su culpa, por ser una hija solterona con quien tendría que cargar hasta el final de sus días…
―Josefina ha encontrado un esposo― dijo por fin su padre, levantando la cabeza y mirándolos―. Es un Barón. El Barón de Castilla.
― ¿No es ese hombre quien se encontraba en la ruina?― preguntó Julian, frunciendo el ceño de esa manera era sumamente parecido a Don Alberto.
―Y ha encontrado el modo de salir de ella y conservar su título― respondió su padre con calma… demasiada calma.
― ¡Josefina lo ha hecho para fastidiarnos!― exclamó Catalina y se puso de pie, caminando por la sala―. Esa vieja bruja nos odia y…
―Va a dejarnos en la calle― susurró su madre.
Catarina quería levantarse y abrazarla, decirle a su hermana que callara y se sentara. Debían pensar en una solución y no en un culpable.
Sí, perderían la casa, el dinero y todos esos lujos a los que estaban acostumbrados, pero aún tenían a su familia.
―Debe haber alguna solución― dijo en voz alta. Para su sorpresa, todos la miraron.
― ¡Aquí vas con tus cuentos!― espetó Catalina.
―Catarina tiene razón― suspiró Julian y se recargó contra el sillón―. Padre tiene negocios en España, puedo viajar y ver qué puede ser rescatable. Y en Francia tenemos los barcos en el puerto de Dieppe, deberán llegar en un par de meses. También puedo hablar con Charles y…― Julian guardó silencio, siendo interrumpido por una idea que parecía maravillosa, pues Catarina pudo verla crecer en sus ojos.
― ¿Es con quien escribes cartas?― preguntó Catalina.
Una de las cosas que Catarina amaba de su familia, era que en cuestiones de negocios, nunca dejaban fuera a las mujeres. Mireya estaba enterada de los movimientos de Julian, así como su madre de los de su padre, y Catalina de los de su esposo Antonio, quien había partido a la guerra. Pero en ese momento, Catarina odió que su familia se enterara de las cartas que compartía con Charles, ya que en ese momento, todos la miraban como si fuera algo con que negociar, como una vaca, quizá lo que Julian siempre había querido ahora se iba a cumplir ¡La cambiarían por una vaca! ¡La única hija soltera! ¡Iban a venderla, igual que ganado!
―No― dijo Catarina, comenzando a negar con la cabeza, restregando nerviosamente las manos sobre el vestido―. Es otro Charles.
―No comprendo― murmuró Doña Úrsula― ¿Qué tiene que ver tu amigo con todo esto?
Julian se puso de pie, recargándose sobre la piedra de la apagada chimenea, mirando por la ventana y rascándose la barbilla. Él y Catalina habían llegado a un acuerdo en base a miradas ¡Ella odiaba que hicieran eso! Desde que eran niños solían hacerlo.
―La familia de Charles goza del favor de la reina― explicó Julian―. Su padre es Conde de Beverley.
―Por favor dime que es soltero― comentó Úrsula― ¿Y es amigo tuyo, Cata?
―No― murmuró ella, pero nadie la escuchó. Así que se hundió más en el sillón, sintiéndose cada vez más pequeña, porque su opinión no contaba.
Todos hablaban al mismo tiempo, aportando ideas sobre cómo convencer a Charles de un compromiso con ella, pues lo único que hacía falta para que su padre pasara el título a su hijo, era que este se casara ¿Cuál era la obsesión de todos con el matrimonio?
Catarina continuó estrechando sus manos en contra del vestido, formado arrugas en él, sintiendo el palpitar rápido de su corazón, tratando de tomar aire a través de sus labios medio abiertos. Ellos no podían hacer eso, podían encontrar otra manera en la que no la expusieran.
― ¿Qué pasa si no acepta?― preguntó Julian.
― ¿Cómo podría rechazarla?― rebatió Don Alberto, y su madre lo apoyó con una inclinación de cabeza―. Es adorable cuando saben tratarla bien.
― ¿Qué si es un mal esposo?― inquirió Catalina, por un momento, Cata pensó que su hermana estaba de su parte―. Podrían arreglar un acuerdo para que no sea maltratada… él obtendría su título y nosotros la fortuna del abuelo.