the boy of the stars

Segunda parte

2
Tinieblas
Porque el demonio siempre
me despierta.
Las primeras citas con La Mujer de las Velas (mi psicóloga) fueron más
frías que el beso de un dementor. Los secretos del Chico de las Estrellas
costaban dinero, y sin ellos fuera, no dejaría de sufrir. No le gustaba acudir
a consulta, pero la terapia era algo que lo ayudaba.
Cada vez que hablaba con aquella señora de pelo negro y sala de
inciensos sangraba cincuenta euros. Sus palabras debían de ser de oro,
aunque El Chico de las Estrellas todavía no lo sabía.
Hablaban de lo increíblemente mal que le iba el curso (2.º de
Bachillerato). Tengo la certeza de que si en aquel momento le hubieses
preguntado acerca de los Reyes Católicos, te habría dicho que solo se había
repasado las oraciones subordinadas. Y si le hubieras preguntado sobre
gramática, la excusa habría sido que lo suyo son las ciencias exactas, los
elementos de la tabla periódica y las combinaciones químicas de colores
radiactivos. No tengo claro que El Chico de las Estrellas supiera realmente
algo de nada; lo que estaba claro es que tenía problemas.
La Mujer de las Velas ha sido importante en la primera batalla a este
mundo muerto donde los sueños llegan descalzos y despeinados a Ninguna
Parte. Al principio solo le contaba cosas fáciles. Ceros redondos en
matemáticas, que quería estudiar periodismo y que odiaba a esa señora que
fumaba mucho y vivía en su casa (si es que a mudarse cada dos años se le
puede llamar tener casa), a la que el corazón no le permitía llamar mamá.
El Chico de las Estrellas tiene ojillos pizpiretos, es una persona
desconfiada por naturaleza y no le ponía el trabajo fácil; el silencio pasaba
sin llamar.
ODIABA aquellos silencios. Y odiaba aquellos silencios porque eran
los silencios más caros del mundo. Claro, él pretendía llegar allí y que le
dijera qué hacer para arreglarse la vida, irse a «casa» y no volver. Pero no
funciona así.
Cuando el Chico de las Estrellas no sabía qué hacer con esos silencios
soltaba una gilipollez. Estaba un poco loco. Pero, claro, es que ella era
psicóloga y entendía mucho de gilipolleces. Y de locos.
Extraer sus sentimientos era como hacerle una analítica a una piedra.
Se resignaba a necesitar ayuda, se rebelaba contra el mundo como buen
diecisieteañero que era por aquel entonces. Él era superguay. Lo más. Lo
mejorcísimo, e independiente del mundo. La crème de la crème…
Mentira.
Caía. Una y otra vez, tropezaba con su propio orgullo. Necesitaba
ayuda. Y hasta que no aceptó esto último, no pudieron librar la primera
batalla objetivo «Felicidad». Aquella vez, una gota de sangre brotó de La
Piedra, digo, del Chico de las Estrellas.
Y empezaron las sesiones provechosas:
650 €
Que lloraba a solas. Que escuchaba canciones tristes cuando estaba
triste. Que ya no soñaba de noche ni tenía un buen motivo para despertar.
900 €
Que empezaba a sospechar que nunca conseguiría ser periodista.
Segundo de Bachillerato se esforzó mucho en hacerle crecer, en conseguir
que saliera adulto al mundo. Creo que nunca hizo tantos exámenes seguidos
como aquel año (y gracias al cielo, nunca volverá a hacerlos).
1.050 €
Que le teme al momento de quedarse a solas. Vender recuerdos,
comprar olvidos. Que se había vuelto cobarde, y desde hace algún tiempo,
por las noches, desaprendió a dormir. Que ahora solo sabe quedarse
dormido. Que este método lo ha convertido, casi sin darse cuenta, en un
auténtico cinéfilo. Nadie como él (o yo) sabe discernir entre una película
para dormir y una película de verdad (La Vida de Adèle).
1.400 €
Que odiaba a mi madre.
La sesión de los mil cuatrocientos fue importante. La Mujer de las
Velas le preguntó una cosa que me gustó mucho. Fue algo así:
—¿Cuál es el primer recuerdo que tienes de la vida, Christian? —Esta
es la primera vez que escuchas su voz, querido lector. Es dulce y pausada.
Es una de esas voces pomada que todos necesitamos.
El Chico de las Estrellas rebobinó la película de su vida tanto como la
memoria se lo permitió:
Mi primer recuerdo de la vida
son los gritos de mi madre…
Mi primer recuerdo de la vida es El Señor del Bigote Negro
arrastrándola de los pelos al baño. La zarandeaba atroz, abusando de su
fuerza bruta. La estrellaba de espaldas contra el bidé, tiraba de su cabeza
hacia atrás, hendía dos de sus sucios dedos en su boca, abría el grifo y
atragantaba su garganta con el chorro de agua.
Recuerdo los brazos de La Mujer Que en Vez de Respirar, Fuma,
agonizando alrededor de la escena… Los dedos de sus pies descalzos
agarrotados… Esa tos ahogada.
Y ya. Es un recuerdo pequeñito porque entonces, El Señor del Bigote
Negro me miraba con el odio en las pupilas y cerraba de un portazo. El
recuerdo cierra las cortinas con mi mirada escondida debajo de la cama,
apagándose en mi cabeza con los gritos atragantados de La Mujer Que en
Vez de Respirar, Fuma.
Mi segundo recuerdo de la vida son tinieblas…
Mi segundo recuerdo de la vida era despertarme en una cama donde no
me había dormido. Tenía unos cuatro años y la estancia olía a tabaco y
maltrato.
La casa de El Señor del Bigote Negro siempre me aterró. Las cortinas
eran grises, había muchísimas figuritas de porcelana y en las mesillas había
un cristal que descansaba sobre manteles de encaje blanco. Él no era mi
padre y no vivíamos con él, pero cuando a mi madre (La Mujer Que en Vez
de Respirar, Fuma) le daba un ataque de locura amor, me llevaba dormido a
su infierno casa.
¿Recuerdas cuando tu madre te llevaba del sofá a la cama cuando te
quedabas dormido en el salón viendo La Cenicienta o El Rey León?
Pues mientras la tuya hacía eso, la mía se fumaba un cigarro
llevándome a casa de nuestro maltratador personal.
Yo me despertaba de madrugada muy a oscuras a causa de unos
gemidos impetuosos provenientes de algún lugar de detrás de la puerta.
Con cuatro años un niño no sabe discernir entre gemidos de dolor o de
placer. Pero no importa, aquellos gritos eran de mi madre. Y es que por
aquel entonces había visto tantas palizas, tantas cosas que ningún niño
debería ver… que supongo que yo era el crío que les jodía el polvo de las
cuatro de la mañana porque empezaba a llorar.
Primero lloraba poquito y en silencio, palpando la que no era mi cama,
implorándole a un Dios pobre que solo fuera una pesadilla. Que no
estábamos otra vez en aquella casa. Susurrando desde debajo de la manta:
«mamá…».
Y luego mucho y chillando:
«¡Mamá!, mamá, que no te mate,
¡mamá, te quiero!».
Por si era la última vez que podía decírselo.
Cuando me hablan de tinieblas pienso en ese niño de cuatro añitos
levantándose de aquella cama con unas gotitas de miedo en los calzoncillos.
Chocando contra picos, sillas y las figuritas de porcelana que eran como
imposibles de no romper, porque, joder, es que había miles y miles. (Una
vez en que rompí una de esas odiosas figuritas sin querer, El Señor del
Bigote Negro me desnudó y me encerró en el balcón.) Palpando de puntillas
las paredes frías, buscando el interruptor de la luz o el de volver a casa. En
pleno sollozo y con el instrumental de aquellos asquerosos gozos mientras
mis lágrimas partían mi cara en tres.
Nunca encontré ninguno de los dos interruptores.
Y entonces, en algún recóndito lugar de aquellas tinieblas que olían a
tabaco, se abría una puerta de la forma más violenta del mundo.
Y empezaba la paliza.
Llegaba El Señor del Bigote Negro como Dios le trajo al mundo con
las manos llenas de rabia. Me levantaba de la oreja hasta la cama, donde me
golpeaba una y otra vez brutal y desmedido. Como si algo imperdonable
hubiese hecho…
¡Ah!, ya sé. Ahora que lo pienso, supongo que me pegaría porque no
lo dejé derretirse en mi madre a gusto. Porque un niño de cuatro años no
sabe discernir entre gemidos de dolor y placer. Porque con este hombre no
se sabía…
Los golpes no calman a los niños, así que lloraba más… Y entonces
aparecía mi madre en ropa interior.
—¡Mamá! —gritaba haciéndome pis. Ya no eran gotitas. Mis
calzoncillos y aquella cama enterita se llenaron de miedo.
Llegó tan rápido, tan rápido que incluso pensé que vendría a salvarme.
Corrió hacia mí apretando los dientes de rabia, oliendo a sexo, uniéndose a
la paliza.
Y se me incendia el alma.
Llovían hostias contra una cama empapada en la que yo estaba
encogido. Nunca me he curado de esto. Es una de mis peores pesadillas. Es
una de mis mayores realidades.
Y para seguir con nuestra historia, debes saber de dónde vengo. Mi
infancia es parte de lo que soy, querido lector.
Cuando El Chico de las Estrellas verbalizó esto por primera vez,
recordó por qué su corazón no llamaba a su madre «mamá». Entendió que
hay cosas que se comprenden mejor con el tiempo.
Me da terror irme a dormir y que me despierten de madrugada esos
gemidos y no estar en mi cama.
Albert Espinosa dice que somos nuestros traumas de la infancia. Y
antes de seguir con la historia, debes comprender que nuestro protagonista,
El Chico de las Estrellas, siempre será un poco tinieblas.
El Señor del Bigote Negro tardó en desaparecer de la vida de El Chico
de las Estrellas demasiado tiempo, y atrocidades como estas fueron
repitiéndose hasta que cumplió nueve años.
Tras él, nuevos novios de su madre (mucho más buenos y con menos
bigote) a los que ella anteponía siempre a su propio hijo.
Por encima de períodos escolares, horas de sueño e incluso comidas y
besos. Y cuando digo siempre es absolutamente siempre.
Érase un niño que cada vez que besaba
a su madre ella lo mordía.
Érase una madre que nunca supo ser madre.
Érase un niño sin niñez.
El padre del Chico de las Estrellas murió mucho antes de que pudiera
conocerlo. Así que no esperes su entrada triunfal en la historia, querido
lector, porque él no aparecerá.
Puede que por eso su madre nunca supo quererlo. A veces imagino
tener un hijo con la persona a la que amo y que esa persona muera. A veces
caigo en que El Chico de las Estrellas es el recuerdo vivo de la familia que
La Mujer Que en Vez de Respirar, Fuma, nunca pudo formar. El lastre.
Y quizá por eso nunca supo ser mamá.
Porque no hubo papá.
Cuanto más hablaba de sus recuerdos El Chico de las Estrellas, más
fue comprendiendo de qué manera lo había tratado su madre. La mirada
insuficiente de una mujer que, en vez de respirar, fuma.
Obviamente, El Señor del Bigote Negro no era el único que le dejaba
el cuerpo morado. Comprendió que descargar su ira a golpes contra él no
era algo normal. Que chillar e insultar era malo. Y gracias al cielo que no
naturalizó estos comportamientos que vivía a diario en casa, de lo contrario,
no sé qué hubiera sido de él.
Gracias al cielo que El Niño de las Estrellas gritó mucho una vez.
Gritó tanto que partió las paredes y apareció ella, la bondad con la nariz
más redonda del mundo. Apareció la señora gordita de pestañas azules y
voz serena. La responsable de lo que soy hoy. La que me devuelve las
palabras cuando las pierdo. La de los sesenta y ocho mayos y mi abuela; La
Dama de Hierro.
He (sobre)vivido diecisiete años con mi madre. Y…
Aunque no pudiera aguantarla.
Aunque la odiase.
Aunque hubiera destrozado mi infancia.
Había algo en mi madre…
Cierto encanto.
Cierta energía.
Y cuando se muera…
El mundo será insulso.
Demasiado simple.
Demasiado justo.
Y demasiado razonable.

 



#12117 en Fantasía

En el texto hay: lbgt, fantasia tristesa

Editado: 07.08.2022

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