El día del evento había llegado. El sábado se presentó agradablemente cálido en Suiza. El cielo estaba despejado y el lago Lemán resplandecía bajo el sol, especialmente animado, transitado por numerosos grupos de turistas que recorrían el lugar en embarcaciones motorizadas. En toda Ginebra se percibía una energía especial, diferente, festiva.
El teléfono sonó a las ocho. Había indicado en recepción que me llamaran a esa hora. El despertador de la habitación había sonado ocho menos cinco; pero mi miedo a quedarme dormido era tal, que incluso le pedí a Peter que derribe la puerta a golpes si no bajaba a desayunar a primera hora del día. Sentía en el estómago una mezcla de excitación y nerviosismo que apenas me permitió tocar los alimentos.
Ian, Chris y Jim estaban igual de inquietos que yo. El único que había conseguido pegar un ojo había sido Ian, ya que su voz tenía que estar del todo descansada y limpia. Lee y Roger se portaron como reyes con nosotros. Nos tranquilizaron y nos dijeron que The Sky sonaba fabulosamente bien; tanto así que aseguraron que si hubiéramos existido en la época de los Purple Roll, ellos nos habrían tomado como competencia. Claro que los cuatro sabíamos que ellos exageraban —ni el mismísimo Apolo hubiera podido competir contra los Purple Roll— pero de todos modos fue un momento que ninguno de nosotros olvidará mientras viva.
A las cinco de la tarde The Sky llegó al Gran teatro de Ginebra. Éramos los primeros en la lista y nuestra tarea era tocar mientras los invitados ingresaban al evento por la alfombra roja. El horario oficial aseguraba que todo estaba premeditado para comenzar a las nueve; pero todo el mundo sabe que en ese tipo de eventos siempre existen demoras. The Sky tocaría con el salón medio vacío, y no había ninguna certeza de que Jon o Richard sean espectadores. De cualquier modo, pese a cualquier contra, aquello nos parecía un escalón gigantesco en nuestra peleada e insignificante trayectoria.
Cuando llegamos las veredas ya estaban valladas, y se divisaban grupos de personas que habían acampado desde la noche anterior para asegurarse la mejor vista de la llegada de las celebridades. Nuestro auto ingresó por el subsuelo, por la entrada más aburrida; aunque no por eso nos sentimos menos Rockstars. Muchos individuos se levantaron del suelo con prisa, mientras saludaban y gritaban hacia los vidrios polarizados del vehículo. Las bandas invitadas no tenían permitido hacer la entrada triunfal por la alfombra, reservada para las estrellas mayormente suizas, y alguna que otra extranjera de la más alta categoría.
El teatro era gigantesco y lujoso. Había sido redecorado especialmente para la ocasión y en el escenario se divisaban algunos instrumentos de la orquesta de Richard Jones, que iban a permanecer allí hasta el momento del gran cierre final. A las siete uno de los sonidistas llamó a Ian; quien subió al escenario, acomodó el micrófono a su gusto, y probó sonido. Más tarde subimos nosotros, y dimos cuenta que nuestro «staff» también se encontraba allí trasportando «nuestros» instrumentos. En realidad, lo único propiamente nuestro me pertenecía a mí, y se trataba de la vieja guitarra de Martín —que dicho sea de paso, todavía me resultaba extraño decir que era mía—. Roger le prestó uno de sus bajos a Ian; alquilamos un órgano Hammond para Chris; y el hermano de Roger le envió a Jim unos platillos de batería.
Los equipos también fueron alquilados. No podíamos usar nada que diga «Stoff» o «Diagonal Six». Como sabrán, las bandas etiquetan todos sus equipos para no perderlos en el aeropuerto —entre otras cosas de mayor gravedad, que no tienen que ver con descuidos accidentales—. Cada detalle fue planeado con antelación, y por fortuna casi todos los equipos fueron dispuestos por los sonidistas del evento, lo que nos facilitó muchas cuestiones.
A primera vista casi no pudimos reconocer a Lee, a Peter y a Roger; en cuyos accesos especiales decía «Staff/ The Sky». Cuando nos dimos cuenta que eran ellos tuvimos que contener la risa. Los tres llevaban disfraces que consistían en pelucas de cabellos largos y desalineados; atuendos aburridos, pasados de moda al menos tres décadas atrás; y como toque final lentes oscuros que parecían una baratija. Estaban irreconocibles.
Permanecimos en el camerino comiendo y bebiendo con nuestro Staff. De vez en cuando alguno de nosotros —de nuestra banda— se unía al cortejo en el salón principal del teatro junto al resto de los invitados. Jim y Ian permanecieron ahí unos veinte minutos, y cuando regresaron se veían eufóricos: le habían estrechado la mano al recién llegado Jon, y habían intercambiado algunas palabras con Richard. A las nueve menos diez un sujeto con cara de pocos amigos llamó a la puerta y nos indicó que había llegado nuestra hora.
Sentí un cosquilleo en el estómago tras oír los murmullos en el teatro. Las cámaras ya estaban trasmitiendo y había unas cuatrocientas personas ubicadas en los asientos, mientras afuera desfilaban actores, actrices, músicos y periodistas. Por detrás del telón observamos al presentador del evento que no paraba de hacer muecas hacia la cámara. A su lado se encontraba un grupo de traductores que lo acompañarían durante toda la noche, debido a que el homenajeado era originario de Inglaterra y aún no se llevaba bien con el francés. Agradecí internamente aquel gesto, ya que de otro modo ninguno de nosotros hubiera podido entender una sola palabra. Una seña de luces le indicó al presentador que era momento de arrancar. Este se colocó enfrente del micrófono y pronunció el discurso inaugural.