Tierra de prodigios

NUEVE

Al otro día, de vuelta en la costumbre, Fortino salió de su casa alrededor de las cuatro de la mañana. Se formó prudentemente en la parte más trasera de la fila, un poco separado a los demás, y así los fue siguiendo a lo largo del oscuro recorrido por la vasta montaña, compartiendo con ellos desde lejos, además de la bajada, las partes de noche y de silencio que le tocaban. Pero no iba dormitando como siempre y, cosa extraña, no traía preocupado el pensamiento. No se puso a pensar, como habitualmente lo haría, en la mejor manera de repartir las cargas que traía entre sus relegados clientes, ni se puso a especular en si habría consecuencias por haberse retrasado tanto tiempo en sus entregas, aún cuando en el fondo sí sabía, que no le gustaría haber perdido a lo mejor de su clientela, como aquellos artesanos de San Blas que hacían artículos de barro; las mujeres que en todos esos pueblos le compraban leña para calentar su casa o para hacer la comida; y por supuesto el panadero gordo de Santa Catarina. Porque en lugar de eso iba pensando en las Marías, con mucha intensidad aunque ya no de una forma atormentada y, en algunos momentos, en lo que podría hacer con su dinero.

Y fue entonces, precisamente en el empalme de la última penumbra con la nueva amanecida, cuando los tenues grises comenzaban a insinuar que el sol estaba por parir un nuevo día, que entre los conocidos olores que amanecían con la montaña, se encontró de pronto con un olor que creía ya olvidado. A esa hora todo el aire que había en la semisombra, estaba impregnado con el mismo aroma de su infancia, con la sutil fragancia de la libertad:

-¡Al diablo!, fue lo único que dijo, para sí, y se volvió por donde vino. Pensaba no volver a trabajar.

Se le quitó de pronto la prisa por luchar contra la vida y así desanduvo aquel camino, sin prisa, disfrutando cada uno de sus pasos mientras que respiraba, con cuánto placer, aquel suave perfume en el ambiente que lo había devuelto de nuevo a la niñez. Y en esa lentitud gozosa, fría todavía pero más iluminada cada vez por los rayos de aquel tibio sol temprano, por su mente circularon incontables pensamientos y de pronto, en uno de ellos, se encontró con una idea.

Sabía que tenía mucho dinero, tanto como una caja repleta de redondos destellos amarillos. Y casualmente, recién en la noche anterior, entre tantas otras cosas de las que estuvo haciendo, estuvo contemplando fríamente que en el pueblo nada había, así fuera todo el pueblo, que valiera lo suficiente como para poder gastar en ello un poco de aquel brillo. Aunque ahora que lo pensaba bien, quizás como un reflejo de aquella claridad que irradiaba la mañana, sí, en Santanita había algo que para él tenía mucho valor, y era don Nicolás el dueño de ése algo que a él tanto le interesaba, así que iría a verlo inmediatamente y se lo compraría, al precio que fuera.

Así, pensando y repensando en ese asunto llegó hasta su pueblo, y se fue directamente hacia la casa de aquel hombre quien, por más de treinta años y sin ningún esfuerzo y sobre todo, sin ningún remordimiento, había vivido del trabajo y los cansancios de todos los demás. Y él iba a acabar con eso.

Sólo unas cuantas mujeres lo vieron pasar por aquellas callejas, seguido como siempre muy de cerca por sus fieles animales. Y sería tal vez por eso, por su paso lento, por su modo de andar reservado y meditabundo o porque no era la hora más normal para volver, que ninguna de ellas le dirigió la palabra, pues vista desde lejos, su súbita vuelta no tenía sino la forma de la melancolía.

Hasta ese momento a nadie le había contado nada acerca de su hallazgo, y poco faltó para que don Nicolás lo echara de su casa después de oírle, tal como él la juzgó, aquella absurda propuesta:

-El negocio es muy simple, don Nicolás, le había dicho el arriero, quien tuvo que hacer una larga antesala antes de ser recibido por el viejo, vengo a comprarle completa la mulada y usted le pone el precio. Y se la pago aquí mismo, ahorita, con dinero de oro.

Y le valió a Fortino el ser quien era, hijo de quien fue y nieto de su abuelo, para no ser maltratado por el viejo, quien sólo veía detrás de esa loca proposición, hija de la fantasía más descabellada, a un hombre que había perdido el equilibrio y que en ese momento estaba llegando a los límites de la demencia. Pero además el viejo Nicolás estaba enterado, que Fortino recientemente había sido tocado por la pena:

-Mira, Fortino, le contestó don Nicolás, simulando con dificultad una tranquilidad que no tenía, ya sé que tragaste daño y que por eso no has traído cargas, pero si sigues así van a llegar los tiempos de aguas y tú sabes que esos no son tiempos buenos. Así que mejor déjame la recua para que otros le saquen algún provecho, y mientras tú sigue tu camino y ve a sacarte la tristeza. Y otro día, cuando ya estés bien, aquí te espero y entonces hacemos negocio.

Pero el otro Fortino, el que ahora hablaba desde adentro de él, utilizando con vehemencia su boca y su voz, prosiguió insistiéndole a don Nicolás y, tan convencido, que al viejo le entró curiosidad por saber con qué dinero le pagaría, así que le siguió el juego:

-¿Y por qué crees que habría de vendértelas?, le preguntó irónicamente aquel anciano, esperando oír cualquier brutalidad como respuesta.

-Porque yo sé que le conviene, don, le contestó Fortino, sosteniendo la seriedad de sus palabras con el tono de su voz y su mirada, porque pienso regalárselas a los arrieros y, si usted no me las vende, voy a ir a comprarlas a donde sea, al fin que da lo mismo del pueblo del que vengan, porque de todas formas todas sirven para llevar la leña. Y si yo las traigo de otro lado, ¿para qué le van a servir a usted todas sus mulas sin muleros?



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En el texto hay: viaje, drama, amor

Editado: 23.11.2023

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