-Está servida, señora, le dijo a su mujer, aunque no muy convencido, una vez que aceptó darles el pago que le estaban pidiendo, ahora sólo falta que no quieran trabajar, como ya van a ser ricos... y no estuvo equivocado.
Precisamente unos días antes, Gumaro le había comentado que necesitarían mucha madera por lo grande de la casa, de ahí que Fortino había pensado hablar con ellos para que se organizaran y, sin que desatendieran sus pedidos habituales, incluyendo la leña que él ya no le surtía a su vieja clientela, se pusieran de acuerdo para que le proveyeran toda la madera que se necesitaba. Pero ahora la situación era otra y por mucha que le hiciera falta, no podía ser tanta como para dar trabajo a todos los arrieros. Así que a cambio del desmedido sueldo que habían acordado, les dio dos opciones: o le surtían los materiales para la obra, incluyendo la madera, o se quedaban a ayudar en lo que fuera, aunque ya tenían completo el personal incluyendo maestro de obras, albañiles y peonada.
-Lo uno o lo otro, les dijo fríamente, desde su más profunda decepción, y lo que unos desprecien, que otros lo aprovechen, y en ese mismo instante y sin pensarlo mucho, la mayoría optó lo segundo.
Fueron los más viejos quienes no quisieron dejar su antiguo oficio olvidado en la montaña, pero como el compromiso con su incómodo patrón sólo indicaba, que traerían todo aquello que les solicitaran para la construcción, sin especificar tiempos de entrega, desde ese día le cambiaron la tiesura a sus horarios y no volvieron a salir antes que el amanecer, para después volver, aunque trajeran solamente medias cargas, cuando mucho unas cuantas horas después del mediodía.
Y a todos los demás, quienes supuestamente con un gran entusiasmo eligieron quedarse con el nuevo empleo, los tomó como ayudantes de obra en general es decir, de todo y de nada, únicamente por no contrariar los deseos de su mujer, aunque sabiendo de antemano que serían un gran estorbo, lo que muy pronto ellos mismos se encargarían de demostrar y no solamente que no sabían nada de albañilería, sino que tampoco tenían la más mínima intención de trabajar.
Y también acertó con respecto a su idea sobre el dinero, pues la epidemia de riqueza que había de asolar al pueblo comenzó ese mismo día, con el atardecer, cuando los santanitenses, todos, empezaron a gastar su promesa de pago recién adquirida, bajo la bola roja del sol de las seis. Pero al día siguiente la bonanza se fue al mercadito y ahí, el brote del mal en manos de las mujeres, aprendió a crecer. Y fue Rosalía Sidonia, en su puesto de verduras, la primera en entender qué era exactamente lo que significaba ese brillo, casi como de lujuria, que salía de la mirada de todas las mujeres que llegaban a comprar. Después también fue ella quien les enseñó a las otras comerciantes, que en el fondo de ese brillo estaba oculto un gran valor y que ellas le podrían sacar provecho. Porque al igual que las demás, desde temprano se dio cuenta que ese día haría muy buenas ventas, pues las esposas, las madres, las hermanas o cualquier otra pariente de los hombres de su pueblo, más que comprar, y al fiado naturalmente, estaban arrasando con todas las mercaderías y, entre ellas, también con sus verduras. Uno a uno se habían ido llevando los manojos de flor de calabaza, de espinacas, de verdolagas o de acelgas y los de tantas otras yerbas como los de cilantro, perejil, hojalimón o yerbabuena. Y lo mismo le ocurría con el maíz y el trigo, con los poros y las papas, con las cebollas y los ajos, con los ejotes y las remolachas, ya que todo se estaba vendiendo sin parar. Y cerca ya del mediodía, cuando más de la mitad de sus productos habían sido desplazados y su caja contenía, sólo seis centavos reales y una sólida esperanza de más de siete pesos por cobrar, comprendió que por la espera era muy justo que cargara un sobreprecio, y fue en aquel momento cuando les cambió de un golpe, exactamente al doble, el valor a sus productos... y siguió la venta, como si no hubieran notado aquel aumento o como si disfrutaran gastando así el dinero. Y lo mismo sucedió en los otros puestos, ya que al comprobar que a Rosalía le funcionaba su sistema y que nadie se quejaba, como antes, a la hora de pagar, las otras comerciantes también se decidieron a incrementar sus precios, aunque ellas los fueron aumentando lentamente y luego con el tiempo fue volviéndose lo usual.
Solo que esta vez, a diferencia de otras, con el transcurrir constante de los días, Fortino fue enterándose de todo. Y una tarde de esas, al ir a visitar a María en el cementerio, entre molesto y triste le hizo un comentario a ese respecto:
-No, María, yo creo que algo hicimos mal porque ahora Santanita ya no es como era antes, tan a gusto que estábamos.
Y a partir de ese día, por la empinada pendiente de su nueva casa, lo único que empezó a resbalar para Fortino, fue el tiempo.