Tierra de prodigios

VEINTISÉIS

Una vez que dejó atrás el último de los pueblos conocidos, hacia la media tarde de ese día, mientras se iba internando lentamente con su mujer y sus recuerdos, en ese nuevo paisaje que se abría imponente enfrente de él, Fortino dio por iniciado formalmente el camino:

-Ahora sí, mujer, le dijo entonces a María, con quien no había hablado desde hacía un largo rato, ese pueblo que acabamos de pasar se llama La Merced y ésta loma es lo más lejos hasta donde yo he llegado, así que ya sólo nos queda lo que hallemos adelante.

Y así fue, tan pronto como empezaron a descender de aquella loma, Fortino volteó y ya no estaba sino el recuerdo de que ahí estuvo La Merced, de tal manera que ahora, como le dijo a María, sólo les quedaba caminar hacia adelante, hacia esa gran planicie que él había imaginado muchas veces, y que ahora se extendía generosa enfrente de él en multitud de verdes, hasta volverse aquella sierra difusa y azulosa que a lo lejos se perdía en el horizonte. Y en ese punto quería pasar la noche. Pero se acabó la tarde, se fue apagando el cielo, siguió pasando el tiempo y aquella llanura interminable nunca se acababa, así que ya en lo oscuro y con toda la distancia que tenía por delante, frenó el paso de su mula y se buscó un buen lugar en aquel vasto terreno para descansar.

Había caminado toda su vida y nunca había llegado tan lejos, ni siquiera aquella vez que se perdió durante varios días, cuando todavía era joven, en un lugar muy solitario y alejado, y se lo comentó a María. Luego se puso a encender un fuego, con las varas secas que vino juntando por todo el camino y, mientras lo encendía, no dejaba de sentir que el estar en ese sitio era algo que habían logrado juntos, como nadie más en Santanita, exceptuando a Cirilo, claro, y eso lo llenó de orgullo:

-Pues ya estamos aquí, María, le dijo a la mujer fundida entre las sombras, más lejos que lo que nadie estuvo y eso que es apenas el comienzo.

También había venido recogiendo algunos brotes de diferentes plantas, para darle de comer a la Paloma, y se los puso extendidos en el suelo junto a un guaje con agua, muy cerca del arbusto donde la dejó amarrada. Después sobre su fuego puso un jarro con café, sacó de su morral un pedazo de pan y otro de carne seca, y entonces ya con calma se puso a charlar con su mujer hasta que le ganó el cansancio.

Ese fue el ritual de cada día durante aquel trayecto. Con la luz avanzaban, siempre en la misma dirección de su memoria, y él le iba describiendo a la constante ausencia de su esposa las partes que formaban el entorno, desde el tamaño de los cerros o la imponente magnitud de las montañas, comparándolas siempre con la suya, hasta el color del cielo o la forma de las nubes o el aroma de una flor. Y en las noches, al detener la marcha, después de decirle a María, con diferentes formas de medir, hasta dónde habían llegado, encendía la hoguera, le ponía agua y alimento a la Paloma, y ya con un café y con algo de comer en cada mano, se sentaba a conversar con su mujer de otro tipo de emociones, porque entonces no sólo le hablaba de la noche y las estrellas, lo que también hacía, sino que iba a su interior y de ahí le describía muchas cosas de las tantas que había en su pensamiento, o en la caja de los sueños o en aquel lugar donde guardaba los recuerdos. Aunque estos últimos llegaron a su boca con marcada lentitud, porque al principio no lograba que salieran, pero allá por la tercera o cuarta noche, cuando juzgó que ya era hora de decirle a su mujer, con más exactitud que la primera vez, hacia dónde se dirigían y qué era una capital, se dio cuenta que nunca le había hablado acerca de Cirilo, ni en vida ni después, así que tuvo qué empezar por describirle, cual había sido su relación con ese hombre que siempre vivió aislado de los demás, aunque en la misma montaña, y con quien él había aprendido no sólo sobre las yerbas, sino muchas de las mejores cosas que aprendió en su niñez, de tal modo que al terminar con esa parte del relato, hasta unas lágrimas brotaron de sus ojos, al referirle cuánto lo extrañó después de que se fue:

-Y lo que son las cosas, María, le dijo a ese silencio femenino que todo el tiempo lo escuchaba, desde entonces me regaló lo que habían visto sus ojos y eso es precisamente lo que vamos a ver.

Pero una vez que le presentó, simbólicamente, al viejo, ya no tuvo más problema para empezar a contarle de las cosas que él sabía, exceptuando por supuesto lo del mar y lo de su tanta agua, y por supuesto lo de su gran distancia que se convertía en tristeza, porque pensó que su mujer eso no se lo creería, pues quién en su sano juicio podría darle cabida a semejantes pensamientos y empezando por él, a quien le seguía resultando muy difícil de creer que algo así, tan lleno de agua como le dijo el viejo, pudiera existir. Así que en esa ocasión, se conformó con narrarle sólo un poco acerca del lugar al cual se dirigían, pero en las siguientes noches le fue dosificando poco a poco sus demás conocimientos, hasta que llegó el momento en el que su mujer sabía tanto como él acerca de la capital.

Así fueron pasando los días y las noches, atravesando valles, subiendo y bajando montañas y lomeríos, y viendo desde lejos tantos pueblos a los que no se quisieron acercar, que Fortino calculó, por todo lo que habían recorrido, que no les faltaba mucho para llegar.

 



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En el texto hay: viaje, drama, amor

Editado: 23.11.2023

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