Científicamente, el ser humano sufre desde que nace. La primera palmadita en el trasero como indicador de que está sano, la primera rabieta por no querer lo que se espera, los primeros pasos cuando caes y duele.
Ciertamente, los humanos siempre son propensos a ser desestabilizantes e inadaptados, pero con el paso del tiempo y el aprendizaje, eso puede cambiar.
Puedes aprender a vivir con el dolor y gozar muchas veces de él. Recordar aquel acontecimiento como un momento de victoria, donde pudiste soportar de él y salir vencedor o muchas veces, ese dolor simplemente no se va y terminas acostumbrando, adaptado a esos golpes físico y emocionales.
Alma lo sabía, lo tenía muy presente, en todo momento.
Cuando era pequeña, Alma comprendía el mundo como un niño de su edad, tenía entendido que todos a su alrededor funcionaban y eran como ella era.
Tenía una familia promedio en Aguazul, una pequeña comunidad en Argentina. Vivía junto a su madre, a su hermana y a su padre. Una mañana de verano, volvía a despertarse como de costumbre, escuchando la melodía de los pájaros que reposaban sobre una rama de un árbol cerca de su ventana, los rayos del sol no acostumbraban a entrar por ella, gracias al árbol que tapaba la ventana y le permitía a Alma levantarse sin la necesidad de ser quemada por esos reflejos, los pájaros cantaban melodías que Alma amaba escuchar, era una melodía mañanera, podía sentir el olor del pasto recién cortado que su padre realizaba cada primer día de los meses, cuando el césped ya crecía demasiado que atenta con entrar a la casa, mientras el sol amablemente empezaba a irritar la piel del señor de la casa, cuando él trataba de luchar por mantener al margen las hierbas malas que siempre tendían a nacer.
La madre de Alma, Alfonsina Blanco, era una mujer muy cálida y preocupada por su familia, siempre entraba por la puerta con el mínimo disturbio posible, con su cabello amarrado y su vestimenta habitual de jeans y suéter largo, sus mejillas se ensanchaban cada que veía a su hija durante la mañana y trataba de hacer siempre un ambiente tan alegre como fuera posible. Alfonsina amaba a sus hijas, las amaba con todo el corazón.
— buenos días lucero —se acercaba a la cama de Alma y susurraba las buenas nuevas— es hora de levantarse —mientras acariciaba el rostro de su hija y agradeció que siempre estuviera de buen ánimo.
Alma sonreía ante su comentario, como un girasol al sol en la mañana, porque amaba sentir la calidez de su madre, estiró su pequeño cuerpo y liberó toda la energía que había estado cargando durante toda la noche.
Como cada mañana el camión de la leche pasaba entre las casas para intercambiar las botellas de leche vacías de cada vecino y poner unas nuevas, el camión de la leche siempre traía una canción pegajosa y alegre, todos podían escucharla, incluso servía como alarma para muchos vecinos que debían levantarse para trabajar, dejaba la leche que cada vecino había pedido con anterioridad y se marchaba.
Alfonsina se levantó de la cama de Alma y rebuscó entre las gavetas de su hija el atuendo perfecto para el día, buscaba todo lo apropiado por ella preparándose para un nuevo día, buscaba la toalla en el perchero especial para llevar a Alma al baño, mientras la pequeña se acercaba al borde de la cama para levantarse.
Alma tenía nueve años, siempre cargaba una coleta delicada que caía en su cabello, se ponía las pantuflas de conejo que su madre le había comprado y que siempre permanecía en el mismo lugar, justo en frente de su cama, donde siempre la dejaba antes de irse a dormir. Las amaba mucho, porque sabía que su madre se las había regalado con mucho amor, aunque para ella era imposible verlas, podía sentirlas.
Porque Alma no era como una niña cualquiera, era una niña con sus propias cualidades, con sus propias elecciones y con sus propias decisiones, Alma tenía un corazón de oro y una sonrisa que alegraba la casa, Alma no veía, pero Alma sentía, sentía los rayos del sol, sentía un abrazó, sentía el pasto bajo sus pies, olía el pie de frambuesa, la manzana podrida, olía el jabón y escuchaba las voces, sus músicas favoritas y la armoniosa voz de su madre.
Alma era invidente, pero era única a su manera.
Con sus pantuflas de conejo, blancas como la nieve y las orejas sobresaliente rosada dulces, con su pijama de unicornios y con su rostro recién levantado, Alma salió de su cama cuando sintió a su madre cerca, extendió su mano cuando su madre lo hizo y Alfonsina la guio hacia el baño.
Dentro del baño, Alma no paraba de hablar con gran entusiasmo.
— ¿Qué hay de comer hoy? —preguntaba entusiasmada. Cuando su madre la soltaba y Alma se desvestía sola y se metía a la tina con la precaución de su madre, la tina ya lista y calentita siempre era preparada por Alfonsina y el olor dulce que emanaba siempre traía de buen humor a Alma, porque el olor de ámbar era el más dulce y delicioso.
Alfonsina ayudó a su hija a bañarse mientras charlaban— Pancakes con tocino —era los favoritos de Alma y abrió su boca asombrada, amaba los pancakes que hacía su madre, Alfonsina siempre que Alma necesitará algo, estaba pendiente, sentada a un lado de la bañera esperando a que Alma le pidiera ayuda, la bañera era lo suficientemente grande como para dos personas.
Cuando Alma estaba lista para salir de la bañera, Alfonsina la ayudaba, de inmediato la pequeña ágilmente se vestía con nueva ropa y bajaba a la cocina sobre los hombros de su madre simulando ser un avión, a ambas le encantaba pasar tiempo juntas, ya fuera bajando las escaleras como avión o de la mano.