«Lo más importante no es lo que damos, sino el amor que ponemos al dar».
A una cuadra de su casa, Mateo detuvo la marcha, debatiéndose entre continuar hasta su hogar o devolverse y obligar a Verónica a escucharlo. La manera en que la joven se despidió de él no le gustó para nada. Al recordar la tristeza en su mirada y su voz apagada provocaban que sintiera un repentino frío en su corazón. ¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué verla triste le afectaba tanto?
No era la primera mujer por la que se sentía atraído; sin embargo, lo que ella le hacía sentir al tenerla cerca no se comparaba con ninguna de sus experiencias anteriores. Por ello, no quería que su relación cambiara a raíz de ese desafortunado malentendido. Lo más conveniente era devolverse y explicarle que lo que tenía con Heidi no era nada formal y que le daría fin con la intención de poder concentrarse en ella.
Quería llegar al fondo de sus sentimientos, quería descifrar qué era lo que realmente sentía por ella. Con Verónica pasaba del frío al calor en un instante, como si su dolor fuese su dolor y su felicidad su felicidad. Sin duda, se estaba volviendo loco. Su felicidad no podía depender de nadie, eso no era normal.
Pensó que lo mejor era lo que pasaba y si ella le dejó claro que todo estaba bien, él no era nadie para contradecirla. Quizás había llegado el momento de alejarse de ella de una vez por todas, de no buscarle las cinco patas al gato y seguir con su vida con la normalidad de siempre, pero ¿era eso realmente lo que quería hacer?
Lo que sí haría sería ponerle fin a su relación con Heidi. No le gustaba para nada las atribuciones que la rubia se estaba tomando. Esa insistencia en verlo y compartir a toda hora, le indicaban que su afecto hacia él había cambiado y, lamentablemente, no podía corresponderle. Menos ahora que sus sentimientos estaban en otra dirección.
Finalmente, decidió dar una vuelta por la ciudad para aclarar la mente. Esa era una actividad que siempre lo ayudaba a relajarse y a poner sus pensamientos en orden.
Condujo por un largo tiempo y, como días atrás, terminó parado frente al edificio donde vivía Daniel. ¿Qué tenía Verónica que lo atraía como un imán? Desde que comenzó a sentir cosas por ella buscó la manera de alejarse, pero por una u otra razón siempre terminaba volviendo, terminaba buscándola y haciendo lo posible por verla.
Permaneció sobre la moto por unos veinte minutos hasta que decidió estacionarla y entrar al edificio. No podía irse a su casa sin antes hablar con ella.
«A la mierda todo. A la mierda los prejuicios, el deber y la razón», pensó.
Subiría y la obligaría a escucharlo. Su padre alguna vez le dijo que cuando conoció a Lucia, su madre adoptiva, sintió tanto miedo por lo que ella le hacía sentir que provocó que se alejara de él y estuvo a punto de perderla.
El solo pensar que le podía pasar lo mismo que a su progenitor lo hacía estremecer. No sabía a ciencia cierta cuáles eran sus sentimientos hacia Verónica, pero lo que sí sabía era que no quería perderla. A duras penas podía permanecer alejado de ella, por ello, haría lo necesario para que lo dejara explicarse y se dieran la oportunidad de conocerse mejor.
Una vez que estuvo frente al departamento, las manos le comenzaron a sudar, nunca en su vida había estado tan nervioso. Temía que al verlo lo echara sin darle la oportunidad de explicarse. Su cerebro, la parte racional, le decía que no tenía por qué ponerse así, solo iba a explicar una situación, no a pedir matrimonio. Sin embargo, su corazón le decía otra cosa, haciendo vibrar a su cuerpo de tal manera que apenas podía controlarse.
Cuando abrió la puerta del departamento encontró todo en oscuridad y recordó lo que ocurrió varias noches atrás cuando pensó lo peor mientras que ella estaba plácidamente dormida en su habitación. Afortunadamente, había sido solo un susto y esperaba que fuera igual en esta ocasión.
Estaba por encender las luces cuando escuchó un gimoteó proveniente del fondo del salón. Se tensó al recordar lo que había en ese lugar, el pequeño bar de Daniel. En penumbras, avanzó hasta dicha zona y agradeció el no haber encendido la luz, ya que, de haberlo hecho le hubiera sido imposible tolerar la imagen que tenía enfrente.
Verónica se encontraba sentada en el piso, con su espalda recostada a la pared, las piernas flexionadas y la cabeza entre sus rodillas. Mateo no podía ver su cara, pero los gemidos de dolor que salían de su garganta hablaban por sí solos. Estaba mal, estaba llorando.
Se quitó la cazadora de cuero y con cuidado, se acercó y se acuclilló frente a ella. Deseaba abrazarla, consolarla, ayudarla a aliviar su dolor, pero no se atrevía a tocarla, se veía tan frágil que sentía que un simple roce podría quebrarla, dañarla.
—Vero… —le susurró.
Ella estaba tan tomada y tan sumida en su dolor que no se percató de su presencia hasta que escuchó su voz. Intentó responderle, pero no pudo. Dudaba que aquella presencia fuera real o producto de su imaginación. No fue hasta que sintió el tacto de Mateo sobre su piel que supo que era real. Tan real como el dolor que sentía por dentro.
—Vero, ¿qué pasó? —era una pregunta tonta pero necesaria. Solo habían pasado unas horas desde que la dejó en el portal del edificio ¿Había pasado algo adicional a su llamada? Eso debía ser. Por mucho que le hubiese disgustado escucharlo hablar con Heidi, no era motivo suficiente para ponerse en ese estado— ¿Todo bien con la familia? ¿Hay algo en lo que pueda ayudar?