«El coraje no es tener fuerza para seguir, es seguir cuando no tienes fuerza», Napoleón Bonaparte.
Sentada en la barra de un bar de mala muerte, al que solía ir siempre que quería ahogar sus penas en el alcohol, Verónica se debatía entre tomar el trago que tenía entre sus manos o no. Anhelaba sentir el líquido ambarino abriéndose paso en su garganta, quería olvidar todo lo que estaba ocurriendo, necesitaba la sensación de optimismo y bienestar que solo el alcohol le podía proporcionar; sin embargo, no podía hacerlo.
Llevaba aproximadamente una hora con el trago entre sus manos y comenzaba a cuestionarse si sería capaz de ingerirlo. Ese era su segundo trago. El primero, al igual que este, se había arruinado debido al hielo derretido. Notando que el trago ya no servía, el barman le ofreció cambiarlo por uno nuevo y ella se lo impidió alegando que se lo tomaría.
Eso era justo lo que iba a hacer. Inspiró hondo y se repitió que era ahora o nunca, era su cuerpo, su decisión y solo ella sabía lo mucho que necesitaba mitigar el dolor que embargaba su corazón. Alzó la bebida y con la mano temblorosa lo llevó hasta la boca, el momento había llegado. Separó los labios e intentó vaciar el líquido a través de ellos, pero no fue capaz de hacerlo.
Al igual que pasó con el trago anterior, terminó dejando el vaso a un lado. Tenía sentimientos encontrados; una parte de ella quería volver a lo que era: embriagarse, vivir el día a día sin propósito ni motivación para no enfocarse en los problemas que existían a su alrededor. El detalle era que, para bien o para mal, ya no era esa mujer. Ahora veía la vida con una nueva perspectiva, tenía objetivos y metas trazadas. Recaer en el alcohol significaba tirar por la borda todo el trabajo y esfuerzo de los últimos meses. ¿Cómo era posible que hubiera cambiado tanto en tan poco tiempo?
Molesta por no tener las agallas de ingerir el licor, con frustración le dio un puñetazo a la barra y fue entonces cuando la vio. La joya que Mateo depositó en su dedo anular brillaba más que nunca, recordándole su promesa de amor.
Se afligió al recordar lo que ambos se dijeron. Solo llevaban unas horas comprometidos y ya estaba cumpliendo a cabalidad su palabra. Se fue a la mierda, cometió su primera cagada y salió huyendo. Ahora, ¿qué iba a hacer? ¿Cómo podía remediarlo?
Era una completa idiota. No solo le estaba fallando a su familia que la necesitaba más que nunca, le estaba fallando a la persona que durante los últimos meses la apoyó de manera absoluta, demostrándole lo extraordinario e incondicional que puede ser el amor. Debía dejarse de sandeces y arreglar las cosas. Su madre siempre le decía que no estaba mal cometer faltas, sino tratar de enmendarlas. En ese momento, ella tenía la oportunidad de enmendar todo aquello que había hecho mal y eso era justo lo que iba a hacer.
Sacó su teléfono celular del bolsillo de su pantalón con la intención de encenderlo. Lo primero que haría sería llamar a su prometido para pedirle disculpas. Antes de hacerlo, se detuvo a pensar en la manera en que se comportó con él, se dijo que quizás era demasiado tarde, probablemente, Mateo estaría arrepentido de haberle propuesto matrimonio. Aunado a eso, era muy probable que su buzón estuviera lleno de mensajes por parte de sus familiares. Aunque, después de la manera en que había huido, también era muy probable que decidieran pasar de ella y enfocarse en el estado de salud de su padre. Habiendo considerado estos dos posibles escenarios, desechó la idea y dejó el aparato apagado.
En ese momento lo más lógico era que nadie quisiera saber de su existencia, no después de la manera infantil en la que se comportó. Ni cuando la salud de su madre empeoró y sabía que su fin era inminente actuó de esa manera. Lo que había hecho no tenía perdón. No solo no fue capaz de entrar a ver a su padre en la habitación como él lo pidió, sino que reaccionó de manera tardía cuando lo estaban subiendo a aquel ascensor. Tuvo la oportunidad de demostrarle lo mucho que lo amaba, pero no lo hizo, se acobardó y se odiaba por eso.
Ahora, ¿qué debía hacer? Quería salir corriendo de nuevo al hospital, quería llamar a Mateo, quería pedirles perdón a todos y enmendar todo aquello que hizo mal. La ahogaban las dudas. ¿Y si era demasiado tarde?
Una vez más, inspiró hondo y armándose de valor encendió el teléfono. Le gustara o no, debía enfrentar las consecuencias de sus actos y malas decisiones. Lo primero que haría sería pedir un taxi, necesitaba regresar al hospital. Allí, esperaba que tanto su familia como su prometido, le dieran la oportunidad de disculparse y demostrarles lo mucho que cambió. Ya no quería esa vida de antes, finalmente comprendió que estaba hecha para una vida mucho mejor.
Un dolor se asentó en su pecho al considerar que su padre no había sobrevivido al paro cardíaco, que le falló y que jamás podría enmendar las cosas con él; no obstante, desechó ese pensamiento aferrándose a la fe. Aquello había sido solo un contratiempo, Óscar era fuerte y lucharía con uñas y dientes, no se dejaría vencer tan fácilmente. Su padre era un luchador.
El teléfono comenzó a sonar en su mano mostrando en la pantalla las numerosas notificaciones de llamadas y mensajes recibidos. Al ver el nombre de su chico en una de ellas su corazón dio un vuelco, viniendo a su mente el par de ojos azules que llenaban de luz todos sus días. Pensó en llamarlo en vez de pedir un taxi, pero al recordar lo mal que lo trató durante todo el día, como lo alejó una y otra vez negándole la oportunidad de estar a su lado, decidió que lo mejor era hablar las cosas en persona. No veía justo pedirle que fuera por ella, debía hacerse cargo de sus actos.