—¿Te gustaría bailar? —Al saber que Sam se preocupó por buscarlo, David se afirma una vez más en la confianza que siente sobre sí mismo.
—Me encantaría —responde ella.
Esa misma confianza lo lleva a situar la mano en la parte baja de la espalda de Sam y dirigiéndola, la guía hasta la pista de baile.
Bailan por horas y no se permiten separar ni un instante el uno del otro; continúan hablando y riendo bajo la mesurada atención de los caballeros, quienes se lamentan de no poder disfrutar ni una sola pieza al lado de la hermosa dama. Es claro que su acompañante no cederá ningún privilegio del tesoro que resguarda a raudales de celos entre sus brazos. Y ellas, las doncellas que miran su baile con la cruel imperfección de la envidia, ahora comprenden el amable rechazo del que fueran provistas durante la velada. Cuando les fue anunciado por el apuesto caballero, que su soledad no hacía otra cosa sino que esperar por el amor de su vida; pero que en cuanto ella llegara y alivianara su tristeza, le verían bailar a su lado toda la noche.
La decorada prosa no encaja para lograr describir las constantes miradas colmadas de furia con las que Alexandra protesta al ver a su hija unida, de tal forma, con un don nadie. No sólo ha tenido que atravesar por la humillación de tener que brindar explicaciones llenas de falsedad, acerca de separaciones y divorcios que justifiquen de nuevo la presencia de su hija en sus vidas; si no que, además de todo, ahora también debe soportar las habladurías de quienes la miran al lado de un hombre, del cual le pareció haberle dejado muy en claro, no le convenía.
El mensaje sobrepasado con sus reproches ya fue bien receptado por Sam y de seguro que ella no va a permitir que su madre vuelva humillar a David como lo hizo la otra noche. Mucho menos delante del cúmulo de pedantería por el que se miran rodeados. Lo toma de la mano y con el pretexto de recibir algo de aire lo lleva hasta el jardín. De todos modos está que muere del cansancio. Todas las horas de desvelo, combinadas con las que ha tenido que trabajar y sumadas a las horas del baile, la tienen por completo extenuada. El incómodo vestido que su madre la obligó a modelar la está asfixiando. Le sienta tan ajustado a los lados que teme, si toma un poco más aire de lo debido, terminará rasgándolo por los costados. Si no hubiese sido porque era el único, entre todos los que se probó, que le cubría la espalda en su totalidad se habría rehusado a usarlo. Estudia las opciones y se percata de que si quiere descansar, necesitará algo de ayuda; así que se toma de la mano de David para lograr la difícil tarea de sentarse sobre el césped; pero antes de conseguir su objetivo, lo inevitable tenía que pasar. El crujir de las costuras abriéndose puntada a puntada y a través del vestido, paralizan su descenso.
—¡No puede ser! —Exclama alarmada, sin permitirse mover ni un milímetro de su abrumada existencia. Se mantiene suspendida entre la indecisión de concluir el descenso y quedar totalmente desnuda en medio del jardín o intentar levantarse y así resguardar los restos del pudor que aún se sostiene en cinco puntadas. Son las únicas que impiden que la abertura del vestido se una a la exhibición de nudismo que está pronta a darse a escasos metros de la fuente.
Para entonces las risotadas de David ya se propagan por todo el jardín; pero se asegura de no dejarla caer, aún la sostiene en la firmeza de su mano, sin que esto le impida el estar desternillado de la risa. Claro que se apresura a cubrir el interés que ya se muestra en los alrededores y coloca la caída del vestido sobre la pierna descubierta de Sam. Entonces se decide por ella y la deja descender sobre la alfombra verde que viste el jardín. El vestido termina de rasgarse por completo a razón de su costado izquierdo.
La expresión de Sam implora por su ayuda; pero al ver que su amigo no hace otra cosa sino que burlarse de ella, no le queda de otra y comienza a reír casi tan fuerte como David. Los dos, hasta más no poder. La falta de aliento se intensifica en el rubor de sus rostros. No pueden parar y sin poder hacer nada al respecto, con el terrible pero cómico incidente, continúan riendo. Ya unos cuantos se han paseado frente a ellos preguntándose qué es lo que le sucede a ese par y siguen con su camino lanzando miradas de penitencia que condena la locura de sus carcajadas y también de sus acciones.
Sobre todo cuando David, dejándose llevar por el momento, se deja caer sobre ella y la aprisiona contra el césped, protegiendo la desnudez de Sam contra su cuerpo. Las risotadas de ella se detienen en ese instante; por lo cual David se permite tan sólo un segundo más para contemplar la cercanía de su rostro, se aparta de su cuerpo y estando de rodillas, frente a ella, se despoja de su saco y se lo ofrece; permitiendo que sea la prenda y nada más, quien se encargue de cubrirla.
Sus rostros aún se muestran acalorados y en cuanto sus miradas se encuentran de nuevo se reanudan las carcajadas; pero esta vez es David quien toma la iniciativa y poniéndose en pie, ofrece la gentileza de su mano para ayudarla a levantar.
Quizás haló hacia él un poco más de lo debido, pero el rostro de Sam ahora se encuentra a escasos milímetros de su alcance. Por instinto ella eleva la mirada hacia él y es ese mismo instinto el que provoca que David responda inclinándose hasta llegar a sus labios. La besa despacio y con mucha ternura, pero no por mucho tiempo. Sam se apresura y se aparta de sus labios, viéndose su rostro invadido de contrariedad.
—Lo siento, no sé por qué lo hice —Se disculpa David. Sabe la estupidez que acaba de cometer y ahora la mira alejándose de él sin responder nada a cambio. La observa caminar despacio, hasta llegar a la fuente y en donde Sam disimula un lánguido silencio sentándose al borde de la caída del agua. David camina detrás ella, con acallados pasos y desprovisto de palabra alguna. Las manos refugiadas en los bolsillos de su pantalón. Se sienta a su lado, dispuesto a permanecer enmudecido. No es hasta el correr de unos breves instantes y en los cuales la mirada de Sam descubre a una pequeña mariposa desvelándose sobre los pétalos de una flor. Se apresura y se acerca hasta ella, arrodillándose con cuidado para que ésta no se asuste y entonces, le ofrece la bondad de su mano. La pequeña mariposa atiende al gesto posándose con gracia sobre el doblez de su dedo índice. Abre y cierra el revoloteo de sus alas en majestuosa exhibición de belleza, demostrando así la seguridad de permanecer sobre ella, sin miedo alguno de correr peligro.
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Editado: 12.05.2024