Un hombre yace sentado en el suelo de una gran habitación. Vacía. Como el hueco que siente en su estómago. En sus dedos sostiene un colgante de plata con una pequeña esmeralda. Es todo lo que le queda. Esa habitación majestuosa había albergado el féretro de su madre, y antes el de su padre, y mucho antes el de su tatarabuelo. Tantas generaciones habían yacido allí como años llevaba la familia von Everec viviendo en la antigua Temeria. Ya no quedaba nada.
El capataz se arrodilló ante él y extendió la mano. Por órdenes de Horst Borsodi se había ido llevando los muebles de la mansión uno por uno, ante los ojos llorosos de Olgried. Ahora su misión era llevarse el pequeño colgante que había pertenecido a su madre.
—Lo siento mucho —dijo el capataz casi susurrando.
Había pronunciado esas palabras mil veces desde que había cruzado la puerta principal de la mansión. Olgried cada vez se las creía menos. Furioso tiró el colgante al suelo mientras se levantaba y salió de la sala sin mirar atrás.
Ante él se mostraron la puerta principal y las grandes escaleras que conducían al jardín. Todos los trabajadores que labraban sus tierras estaban allí. Cuando Olgried pasaba por su lado agachaban la cabeza en señal de respeto. Los von Everec eran rudos, exigentes y muchas veces violentos, pero siempre se habían encargado de que a los campesinos no les faltara comida que llevarse a la boca ni zapatos que estrenar en la festividad de Yule. Olgried incluso en sus peores momentos, cuando la incertidumbre sobre su futuro se cernía sobre él, mostró la amabilidad y la clemencia que le caracterizaban. Se detuvo a despedirse de cada uno de sus trabajadores y de sus familias. Para sus adentros deseó que les esperase una vida buena, lejos de aquel lugar. Sabía de sobras que quien comprase sus propiedades en la casa de subastas no podría ser ni la mitad de bueno que una familia que llevaba siglos asentada en aquel lugar. Una familia que había derramado hasta la última gota de sangre y sudor para hacer que cada año brotasen abundantes cosechas.
Su hermano Vlodimir le estaba esperando a la salida del jardín con dos yeguas ensilladas. Olgried echó un último vistazo a la cripta familiar, donde descansaban todos sus ancestros y donde él había pensado que encontraría su reposo eterno. No le importaría morir en aquel momento si cumpliese el deseo de ser enterrado junto a su madre. Pero aquello ya no era posible.
Los caballos empezaron a galopar a buen ritmo. Olgried se esforzó por no mirar atrás, pero Vlodimir no pudo evitarlo. Cuando volvió a mirar hacia delante, le pareció ver una lágrima en los ojos de su hermano menor. Al parecer el juerguista, ligón e insensible Vlodimir, al que nada parecía perturbar, no tenía un corazón de piedra. Con la voz rota preguntó:
—¿A dónde vamos a ir?
—Al sur. He comprado una pequeña cabaña que nos puede servir de momento y unas tierras fértiles que podemos cultivar. —Vlodimir frunció el ceño.
—Hasta hace tres días éramos nosotros quiénes dábamos las órdenes. ¿Ahora tenemos que manchar nuestras manos con la tierra? Hacerlo significa deshacernos del título nobiliario para siempre.
—¿Tienes un plan mejor? ¿Comer ortigas y cazar jabalíes? Es lo único que podemos hacer, Vlodimir.
Olgried suspiró.Todo había sucedido demasiado rápido. Dos años malos de cosecha por un verano lleno de tormentas. Una deuda contraída por los von Everec y comprada por Horst Borsodi. Una deuda que debía ser liquidada de inmediato. Eso era lo que había llevado a todos los bienes de la familia de Olgried a venderse en una subasta como si de unos insulsos tulipanes se trataran.
Olgried soñaba con aumentar su riqueza, casarse con Iris y plantar tulipanes en su jardín. A ella le encantaban y, de hecho, así Olgried había conseguido que se fijase en él. Iris Bilewitzs era una belleza de pelo negro y tez clara que robaba corazones allá donde pasara. Por ello, Olgried se gastó casi 3.000 coronas en un tulipán que debido a una mutación era negro. A ella le encantó.
Aunque en un principio, Olgried se había acercado a ella para demostrar su poder sobre todos los nobles a los que había rechazado, no tardó en darse cuenta de que era todavía más hermosa por dentro. Era una muchacha buena, dulce y agradable que siempre estaba dispuesta a ayudar a quien lo necesitase. En su primera cita pasaron tantas horas juntos hablando de arte que casi resultó escandaloso para la alta sociedad. Las siguientes veces que se vieron Olgried e Iris se colaban en campos de tulipanes para darse besos furtivos.
No necesitaron más de seis meses para darse cuenta de que eran almas gemelas. Consiguieron comprometerse pese a la oposición de su padre, que consideraba a los von Everec como sucios lobos de perrera.
¿Qué pasaría ahora con su futuro matrimonio cuando Olgried estaba en la ruina? Ni siquiera podía pagar un tercio de la dote.
—¿Se lo has dicho ya? —Vlodimir lo sacó de su ensoñación.
—¿A Iris?
—A nuestra hermana.
La familia von Everec contaba con un tercer miembro que no vivía en la mansión. Úrsula von Everec había nacido diez años después de Olgried y siete después de Vlodimir. Cuando eran niños, era el blanco de todas las bromas pero al crecer no había nadie que pudiera meterse con ella. Heredó la determinación de los von Everec y gracias a ella se fue a estudiar a la universidad de Oxenfurt hacía ya siete años. No le iba a gustar la idea de abandonar sus estudios para trabajar como herborista en una aldea de mala muerte. Por eso Olgried había tardado tanto en decírselo.