A Esteban y a Violeta los conocía desde los cuatro años, cuando juntos iniciaron el jardín de infantes. Siempre recordaba el momento en que los había visto por primera vez. Esteban, con su carita llena de lágrimas, no quería soltar la pierna de Laura, su mamá, y Violeta con dos trenzas y una sonrisa bien amplia, conquistó su corazón desde el primer instante; no había otra mujer en la que él confiara más. Su amiga era su confidente y su mayor jueza; cada vez que le marcaba una falta empleaba la misma frase, que él conocía de memoria y le sonaba tan familiar “Para esto están los amigos, un amigo verdadero te dice a la cara cada vez que te mandás una macana o actuás como un estúpido”.
A Esteban lo unía otro lazo, la confianza era infinita, sin dudas, pero su amigo jamás le comentaba sus errores o aciertos si él no pedía su consejo. La frase más usada por él, bastante distinta a la de Viole, era “¡No perdamos la sana costumbre de no meternos en la vida del otro!”. A veces las personas lo consideraban frívolo y distraído, ya que Esteban no permitía que nadie atravesara su coraza de hierro, pero Tatú bien sabía que su mejor amigo era un ser transparente, con una paciencia envidiable, siempre daba los mejores consejos porque era capaz de ver hasta las situaciones más extremas con una calma inigualable.
Juntos, los tres, transitaron toda la educación primaria, eran felices en la escuela y luego de dormir la siesta volvían a juntarse para patinar, andar en bici o simplemente tomar la media tarde y resolver los deberes escolares. Lo importante para ellos era estar en compañía del otro. Así fueron creciendo, afianzando su amistad y creando un vínculo tan fuerte como único.
Amaban los domingos de invierno cuando, bien abrigados junto a sus padres, salían hacia la montaña a comer un asado y pasar la tarde cerquita de algún arroyo al costado de la ruta, que les permitía jugar y divertirse hasta terminar exhaustos.
Con la llegada de la pubertad, empezaron también los primeros conflictos. En una ocasión, Violeta se enamoró perdidamente de un nuevo alumno del colegio. En su inocencia no percibió que para burlarse de ella, “el nuevo”, como lo apodaba Esteban, se presentó en su casa, diciéndole que le gustaba y con mentiras logró que ella le diera un beso.
Para Violeta, la emoción no duró mucho más de un día, porque a la tarde siguiente el nuevo y su pequeña banda de amigos se presentaron fuera de la casa de Tatú gritando que todo había sido una broma y que querían probar cuán enamorada estaba ella. Por supuesto, ese acto la dejó sumida en una gran desesperanza, lloraba en el hombro de sus amigos mientras se preguntaba cómo haría para volver a la escuela al día siguiente.
Tatú y Esteban no toleraban ver a su amiga llorar, por lo que planearon darle una lección al “nuevo”. Esteban, siempre más conciliador y temeroso que Tatú, no tuvo dudas de que la única manera de defender a “Viole”, como la llamaban, era darle una buena paliza al nuevo, que se había metido con su amiga adorada, la había avergonzado y le había arrebatado la ilusión del primer beso, el cual ella imaginaba mucho más romántico que los que veían en las novelas.
Así, los dos juntos y con la meta fija, salieron de la escuela, inventaron una mentira para Violeta, que no podía creer que en el peor día de su vida sus amigos la abandonaran de regreso a casa, acción que diariamente hacían juntos, para irse a jugar al metegol del otro lado de la plaza.
—¡Esto es increíble! ¡Hoy que los necesito más que nunca me dejan sola! ¿No vieron cómo me miraban todos en clase? ¡Los odio! —gritó y salió corriendo sin esperar respuesta alguna.
Después de esa escena, más convencidos estaban de lo que tenían que hacer. Sin perder más tiempo siguieron al nuevo mientras cruzaba la plaza y, sin medir ninguna consecuencia, Tatú empezó la que sería su primera pelea, de la cual salió sin un solo rasguño pero, a cambio, obtuvo una semana de castigo sin poder ver a sus amigos por las tardes.
Esteban no salió tan bien parado, con un ojo morado y una remera en tiras, se dio cuenta de que él era menos hábil para las peleas, y aunque había sido la primera, advirtió que entre él y Tatú, era su compañero el que tenía más chances de salir ileso. “¡Que buena piña le había dado Tatú al nuevo, si hasta le voló un diente!”, pensó mientras su madre le recriminaba sus actos y le formulaba una lista interminable de tareas que iba a tener que realizar en casa como castigo. Pero como Laura trabajaba doble turno, no podía evitar dejar a Esteban en casa de Violeta por las tardes y él estaba ansioso por contarle a su amiga cómo la habían defendido y que ya nadie más se burlaría de ella. Al menos por un tiempo, el “sin diente”, como había re bautizado al nuevo, sería el hazmerreír de la escuela y del barrio, sin dudas.
Violeta estaba enojadísima con sus amigos, no había parado de pensar en ellos ni un segundo, no podía creer que la hubieran abandonado. En ese estado esperaba que tocaran el timbre de su casa para decirles que no pensaba volver a jugar con ellos; había ensayado varias veces las palabras que usaría porque quería lastimarlos como ellos habían hecho con ella. Escuchó el timbre y, decidida, abrió la puerta. No se esperaba lo que vio, se quedó muda, de repente todas las palabras se esfumaron al ver la carita redonda y blanquecina de Esteban que contrastaba con la aureola violeta que rodeaba su ojo medio hinchado.
—¿Ya terminaste de mirarme? Dejame pasar, sabés que mi mamá no se va hasta que no entro. —Al ver que Violeta seguía sin pronunciar palabra agregó—. ¡Si te impresionás tanto por mi ojo, imaginate cómo vas a quedar cuando te cuente por qué vengo así! ¡Dale Violeta, correte que tengo frío ¿Hasta cuándo me vas a tener en la puerta?