El tiempo pasaba, las anécdotas se sumaban y también cada vez más firme se presentaba su vocación: la música, que le fue ganando el lugar a los juegos de niños. Mientras Tatú tocaba el piano o la guitarra, Violeta cantaba un poco de rock que escuchaba por la radio y Esteban, más tímido, acompañaba cantando bajito pero siempre atento para corregirlos. Sin darse cuenta iban sembrando el camino hacia el futuro.
En enero de 2001, sus padres organizaron unas vacaciones a Villa Carlos Paz, se hospedarían en la casa de unos parientes de Esteban que estaba ubicada a unas cuadras del centro carlospacense. La madre de Violeta no había podido acomodar sus días de vacaciones en el trabajo, o al menos esa fue la excusa que utilizó para no aceptar la invitación de sus amigos, y ella lloró desconsolada cuando supo que no podrían viajar. Por insistencia de los tres amigos, y con el apoyo de Amador, lograron obtener el permiso que le permitiría viajar y empezaron a planear los lugares que visitarían.
Recorrieron los 622 kilómetros que los separaban de la ciudad de Carlos Paz en nueve horas, porque hicieron varias paradas para comer y airearse. En el camino, Amador les contaba distintas leyendas que se escuchaban por la ciudad.
Recién llegados, estacionaron la camioneta al costado de la casa y, pegados a la ventanilla, miraron enamorados el lugar en donde pasarían los siguientes diez días. Se trataba de una casa sencilla, tenía un hall en el que distinguieron un sillón amplio ubicado detrás de una hermosa mesa pequeña de madera protegida por un techo del mismo material, en una esquina colgaba una hamaca tejida con hilo de algodón color maíz. Una vez que ingresaron, vieron que por dentro igualaba la decoración del exterior, contaba con tres habitaciones y una cocina unida a la sala de estar.
Juntos eligieron una habitación, definieron qué cama usaría cada uno, acomodaron sus bolsos y salieron al hall, donde Laura ya disponía el set de mate y los bizcochitos. Luego, salieron a recorrer el centro.
Tomaban helado, mientras Violeta miraba artesanos y Esteban buscaba chicas con las que pudieran compartir. Tatú se preguntaba cuándo a él le empezarían a llamar la atención, porque hasta el momento lo único que le interesaba era la guitarra, el piano y su nueva adquisición: la armónica. La había comprado después de varios meses de pasear a todos los perros de su cuadra, ya que a Eva le había parecido justo que, si quería esa armónica, la comprara con su propio esfuerzo. Pensaba en Duque, el pastor inglés de la vecina de la esquina que, en el primer día de paseo, se metió en un charco de barro arrastrándolo con él. Como resultado, quedaron los dos embarrados de la cabeza a los pies. Amador lo sacó de sus cavilaciones para mostrarle las casas de videojuegos. Los tres amigos salieron corriendo a comprar fichas para los autos chocadores; después de varias vueltas, siguieron por las máquinas de Mortal Kombat para acabar en su favorito: el Daytona.
Tan ansiosos estaban ocupando sus puestos, eligiendo pistas y discutiendo entre ellos quién sería el ganador, que no se percataron de que los dos asientos que quedaban libres fueron ocupados por dos chicos que, sincronizados con ellos, colocaron sus monedas por la ranura.
—“¡GENTLEMEN, START YOUR ENGINES, que esta es mi noche! —se burlaba Violeta a toda voz. Mientras la carrera avanzaba, ella seguía ocupando el primer puesto y riéndose de sus compañeros
—¡No sufran, mis amores, no pueden contra mí! ¡Soy la ganadora de hoy!
En el preciso momento en que Esteban se proponía responder, una voz les hizo girar la cabeza hacia la derecha.
—¡Se nota que tu novia es buenaza en las carreras! ¿Será que nos da la revancha?
Resultó obvio que le hablaba a Tatú que demoró unos segundos en entender la situación. Al volverse hacia el muchacho, recordó que lo había visto cuando entraron al local, pero, cuando sus miradas se cruzaron, Tatú le dio la espalda automáticamente sintiéndose incómodo y con una molestia en el estómago que no comprendió. Por suerte, Esteban lo apuró para que ocupara su lugar en la fila y él se olvidó del asunto. En ese momento que lo tenía tan cerca, los nervios se apoderaron de él y no pudo hablar.
—Yo me llamo Jonathan, pero me dicen Jona y este es mi primo Marcelo, pero le decimos Jara por el apellido viste… ¿Y? ¿Entonces qué decís, nos juegan otra partida?
—No, no —alcanzó a pronunciar Tatú.
—¡Qué mala onda! —le respondió Jonathan un tanto desconcertado.
–No, no… sí —seguía balbuceando Tatú.
A lo que Jona respondió divertido:
—Entonces, ¿en qué quedamos? ¿No... no o sí... sí?
—Obvio que les juego otra partida —gritó Viole desde atrás para sacar a su amigo de ese momento tan incómodo—. ¡Me va a encantar demostrarles que soy genial en los juegos y que no es solo suerte!
—Me parece que sos demasiado agrandada —la molestó Marcelo riendo con cierto desafío, lo que la incomodó.
—Pongamos las fichas, que si no, nos van a sacar los lugares —sugirió Esteban, que no dejaba de mirar a Tatú y preguntarse qué le había pasado para ponerse tan nervioso.
Siguieron jugando y pasando un momento agradable, a pesar de que Violeta y Marcelo continuaban peleando. Al finalizar la quinta ficha, Esteban miró el reloj que marcaba la una de la madrugada, tenían media hora de retraso y el lugar de encuentro quedaba a quince minutos del local.