Hay días en los que uno no espera nada fuera de lo común. Días en los que el timbre suena y piensas que será un repartidor, un vecino, o —en el peor de los casos— alguien vendiendo seguros.
Pero, a veces, abrir una puerta significa abrir algo más.
Era una tarde tranquila. Lizzy estaba en la sala, coloreando una hoja con marcadores que había dejado esparcidos por toda la mesa. Yo estaba en la cocina, revisando mi agenda y tratando de adelantar unas páginas de mi próximo libro. El timbre sonó de forma breve, dos veces, como si quien estaba afuera no quisiera parecer insistente.
Abrí la puerta… y ahí estaba.
Mark, con su bata blanca doblada en un brazo, una carpeta en la otra mano, y esa media sonrisa que parecía traer siempre consigo.
—Hola —dijo, como si fuera lo más normal del mundo encontrarlo en la puerta de mi casa—. Pasaba cerca y pensé que preferirías que te trajera esto en persona.
Me entregó la carpeta. Eran copias de los resultados médicos y un pequeño folleto sobre la deficiencia de G6PD.
Antes de que pudiera agradecerle, escuché pasos rápidos detrás de mí.
—¡Doctor Mark! —exclamó Lizzy, apareciendo con los dedos manchados de marcador y una hoja llena de corazones torcidos.
Mark se agachó para recibir su abrazo, sin importarle que ella le manchara la camisa con un toque de rojo y azul.
—Vaya, eso sí que es arte moderno —comentó, observando su dibujo con fingida seriedad—. ¿Puedo ponerlo en mi consultorio?
Lizzy rió y asintió, orgullosa.
Yo, mientras tanto, me descubrí observando la escena como si fuera ajena, como si no me perteneciera… y quizá por eso mismo me resultaba tan reconfortante.
—¿Quieres un café? —pregunté, sin pensarlo demasiado.
—Claro —respondió él, acomodándose en el sofá cuando Lizzy lo invitó con un gesto decidido.
Mientras la cafetera hacía su trabajo, lo escuchaba conversar con mi hija.
—¿Y qué más dibujaste? —preguntó Mark, extendiendo la hoja como si fuera una obra maestra en una galería.
—Estrellas, corazones… y mira, aquí estás tú —dijo ella, señalando una figura de bata blanca con un cabello mal coloreado.
—¡Ese soy yo! —rió—. Creo que nunca me habían dibujado tan alto.
Lizzy insistió en mostrarle cómo hacía sus estrellas de papel. Mark, en lugar de solo observar, tomó un pedazo y trató de seguir las instrucciones torpes de mi hija.
—No, así no —le corrigió ella, divertida—. Tienes que doblar aquí y luego aquí.
Mark levantó las manos en rendición.
—Está bien, tú eres la maestra. Yo solo soy el alumno.
La escena me arrancó una sonrisa involuntaria. No todos los adultos tenían la paciencia de sentarse en el suelo, doblar papeles y aceptar con humildad las correcciones de una niña.
Cuando llevé las tazas de café a la sala, él estaba riendo suavemente, rodeado de papeles arrugados y estrellas a medio hacer. Esa imagen quedó grabada en mí como algo que no esperaba ver en mi propia casa.
Conversamos un poco más. Mark explicó algunos detalles que no había podido contarme en el hospital: medicamentos que debía evitar, qué hacer en caso de fiebre alta repentina, la importancia de no subestimar los primeros síntomas. Yo asentía, tomando notas mentales mientras Lizzy interrumpía con historias sobre su gata, el cielo color “caramelo de menta” y su plan de abrir una tienda de dibujos.
Fue en medio de todo ese bullicio ligero cuando lo noté.
Mark se quedó en silencio de pronto. Su mirada se había posado en el retrato sobre la pared: yo, vestida de novia, sosteniendo un ramo, sonriendo a un futuro que todavía no sabía que se rompería. Esa foto, la típica que se toma solo de la novia, había quedado como un adorno al que ya casi no prestaba atención.
Pero él sí.
Lo miraba con una fijeza extraña, como si buscara reconocer algo que se le escapaba. Apenas duró unos segundos, pero a mí se me hicieron largos.
Cuando se dio cuenta de que lo observaba, parpadeó y se aclaró la garganta, regresando la atención a Lizzy como si nada hubiera pasado.
No pregunté. No dije nada. Pero el nudo en mi pecho me recordó que algunos silencios pesan más que cualquier palabra.
Cuando él se levantó para irse, Lizzy lo acompañó hasta la puerta, como si temiera que se perdiera en el camino.
—¿Vas a volver? —preguntó ella, sin rodeos.
Mark sonrió.
—Si tu mamá quiere, claro que sí.
Esa respuesta hizo que Lizzy lo mirara a mí, con esa expresión que mezcla esperanza y complicidad.
No supe qué contestar, así que solo dije:
—Veremos.
Cuando la puerta se cerró, el silencio volvió a la casa, pero era distinto. No era el silencio pesado de los días en que la ausencia lo llenaba todo. Era un silencio tibio, de esos que dejan una estela invisible, como un perfume que se queda en el aire.
Y esa noche entendí que, a veces, lo inesperado no es que alguien toque a tu puerta…
Es que, sin darte cuenta, empieces a querer que vuelva a hacerlo.