CÉSAR Rodríguez Caballero era su nombre. Él era el más inteligente y callado de la clase, sabía de todo. Jugaba ajedrez, era bueno en deportes, nunca fallaba en matemáticas y siempre ayudaba a los demás. Ayudó a Manuel con su ortografía y a mí me enseñó a comprender mejor la gramática. Era un amigo con el que siempre podías contar académica o emocionalmente.
La madre de César también era buena persona. Cada vez que era día del estudiante o día del niño nos invitaba a su casa para que Manuel, César y yo jugáramos toda la tarde juegos de mesa y viéramos películas. El padre, por el contrario, era duro y le exigía mucho a César. Nunca estaba complacido, no importaba cuánto se esforzara César para impresionarlo, nunca lo lograba.
A César nunca le agradaron las actitudes tan prepotentes de los otros niños en la escuela, así que no tardó en unirse a nosotros y hacerse buen amigo mío y de Manuel. A la hora del recreo compartíamos almuerzo. Manuel llevaba
emparedado de mermelada, yo llevaba barritas de granola y él siempre llevaba unas uvas y jugo. Éramos el trío perfecto. Nunca hubo discusiones entre nosotros y si se llegaban a presentar nunca eran nada serio. Hacíamos equipo en diferentes clases y siempre nos reuníamos al terminar la escuela en mi casa para estudiar o hacer los deberes. A mi abuela nunca le causó conflicto, pues le encantaba tener casa llena, en cambio, a mi abuelo seguía sin gustarle la compañía de Manuel, siempre trataba de arrancarle un cabello para llevarlo a las pruebas de ADN y así probar que Manuel podría ser una “posible mutación de Chernóbil” camuflajeado de humano y encubierto por el gobierno.
–Alejandro. Ya déjalo o lo espantarás y ya no querrá venir aquí nunca más. –Le decía mi abuela cada vez que lo agarraba con las manos en la masa.
–¡No interrumpas, Conchita! ¿Qué no ves que estoy en medio de una investigación? –Le reprochaba mi abuelo.
A Claudia también le agradaba César. Ellos dos se reunían los fines de semana para irse juntos a su club de lectura o a jugar ajedrez, pero nunca faltaron los comentarios ofensivos que decían que eran grandísimos “nerds”.
–Ser inteligente no es nada malo ¿verdad? –Le pregunté a mi hermana una noche en la que no podía dormir.
–No. Claro que no. De hecho, es una cualidad que muchos envidian, Miguelito. La inteligencia te abre puertas que te
pueden beneficiar en un futuro. No dejes que nadie te
diga lo contrario y eche abajo tu potencial o autoestima. Ahora vuelve a dormir. Descansa.
Las palabras de mi hermana quedaron grabadas en mi mente y con ellas mis preguntas también. ¿Por qué envidiar a personas con mayor potencial? y ¿Por qué querer hacer menos al que sabe más?
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Editado: 06.05.2021