Alexander Marroquín
El dolor insoportable lo despertó. Y su corazón se detuvo un segundo al percatarse que no había sido una pesadilla.
Realmente se hallaba en medio de una maldita guerra que no le importaba en lo absoluto. Lo habían herido de un disparo y, de no ser por una chica indígena muy peculiar e inteligente, habría muerto desangrado.
Bajó la mirada a su abdomen y notó que estaba vendado con prendas limpias que alguna vez fueron camisas. Buscó nerviosamente a su heroína y la halló dormitando en un rincón de la recámara, sentada en el suelo y abrazando sus rodillas, a la defensiva. Le causó algo extraño en el interior de su pecho al verla ahí, indefensa y a merced de sus enemigos, pero dispuesta a colaborar para salvarle la vida.
¿Qué clase de ser humano era ella?
¿Un ángel de las montañas?
Su amigo Sebastián estaba dormido a su lado, abrazando su M16 como si fuese un bebé. Y afuera todavía se escuchaban detonaciones y disparos. A través de las ventanas cerradas, la claridad del día se colaba.
¿Cuánto tiempo estuvo desmayado?
—Oye, muchacha —dijo Alexander, moderando su voz para no asustarla. Ella abrió brevemente los ojos y cruzaron las miradas.
Él se sintió cohibido por la intensidad de esa chica al mirarlo sin ningún tipo de vergüenza o miedo.
—Me llamo Eluney —replicó.
—Eluney —repitió él—. Yo me llamo Alexander, pero puedes llamarme Alex para acortarlo.
—¿Para qué querría acortar tu nombre? Alexander es un nombre muy hermoso.
Sus palabras lo ruborizaron.
—Supongo que tampoco puedo acortar el tuyo, ¿verdad?
—No, mi nombre es Eluney, que es de origen Mapuche y significa “regalo del cielo”.
—Le haces justicia a tu nombre —repuso él, esbozando una sonrisa torcida y ella se sonrojó—. Porque eres un regalo del cielo en estos momentos. Eres un ángel de las montañas, Eluney. Habría muerto sin tu ayuda, muchas gracias…
Perplejo, cerró la boca abruptamente, ¿qué demonios estaba diciéndole a esa chica? Se sintió extraño por sonreírle de esa manera.
—No agradezcas todavía. Tu vida corre peligro aun —dijo ella—, esa herida debe ser tratada con un médico especialista, o si no, te saldrá gangrena.
Él tragó saliva y se estremeció.
—Voy a traer alimentos, no hagan ruido —planteó ella, poniéndose de pie—. Llevaré la llave, así que, si alguien toca la puerta, no la abran. Es peligroso.
—No vayas, también tú corres riesgo a que te hagan daño —se precipitó Alexander. La mera idea de que a esa pobre joven le ocurriera algo por su culpa, le aterraba.
—Puedo mezclarme. Ellos son mi gente y no me harían daño.
—Es probable, pero ¿qué me dices de la mía? Podrían confundirte —dijo con tono suplicante—. Quédate, no salgas.
—Si no comemos, será peor. Confía en mí, catrincito, volveré. —Eluney sonrió levemente, sin saber que aquel gesto dejaría fascinado al joven militar.
Tras decir eso, Alexander la observó marcharse lo más rápido que le permitieron sus cortas piernas. La fémina era de muy baja estatura y de piel no tan morena, pero a pesar de usar la ropa típica de los Altos de Chiapas, se notaba a simple vista que tenía buen cuerpo. Nada parecido como las demás indígenas que él había visto en la calle o en revistas. Aparte de su físico e increíble inteligencia, ella hacía la diferencia en el resto de los suyos, y no era perfecta, pero tenía algo más que la destacaba y estaba dispuesto a descubrirlo.
Además, sus ojos color ébano eran lindos y su mirada muy expresiva gracias a sus largas pestañas. Era, sin lugar a dudas, preciosa.
Sacudió la cabeza ante esos pensamientos fuera de lugar y miró a su amigo que aun dormía.
—Levántate. —Golpeó a Sebastián en la espalda y este dio un respingo, asustado.
—¿Sabes? Te regresaría el golpe, pero estás herido, y cuando sanes, prepárate. —Bostezó y escudriñó a su alrededor—. ¿Dónde está la chiquilla?
—Fue por comida.
—Oye, es mi imaginación, ¿o la chica no es tan fea? —bromeó Sebastián, tallándose los ojos—. Ayer, con la claridad del foco, vi que sus facciones son interesantes. Incluso, si se quita ese atuendo extraño, se da una ducha a conciencia y se pone ropa normal, podría pasar como una persona de la capital tuxtleca con raíces indígenas.
—Estamos en crisis y te atreves a decir eso de ella, por Dios, Sebastián. —Se ruborizó porque sabía que, en el fondo, su amigo tenía razón.
—No lo niegues —bromeó Sebastián.
—Ese tema dejémoslo cuando todo termine. —Alexander miró a otra parte para que su amigo no notara su rostro ruborizado.
—De acuerdo. —Rió el chico rubio.
Se quedaron varios minutos en silencio, escuchando el desastre del exterior.
—Se está arriesgando demasiado por nosotros y no está bien, podrían asesinarla por traición —musitó Alexander con la piel erizada de preocupación—. Corre más peligro ella estando de nuestro lado que con los suyos.
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Editado: 19.08.2024