01 de enero del 2024
Habían pasado exactamente treinta años desde el último día que Alexander y Eluney se vieron por última vez.
Él aun la recordaba cada que cerraba los ojos y rondaba en su mente cuando trabajaba dando clases en la milicia. A sus cincuenta años, llevaba dos matrimonios fallidos, principios de una posible calvicie y una hija de casi quince años que era su adoración. Ninguna de sus dos esposas logró llenar el vacío que esa joven y hermosa indígena le dejó. El fantasma de su recuerdo lo atormentaba muchísimo.
¿Qué habría sido de ella? ¿Habría cumplido su sueño de seguir aprendiendo? ¿Seguía siendo lista, arrogante, hermosa y perfecta?
Él jamás dejó de soñar y tampoco se quitó jamás aquel collar de semillas de girasol que ella le dio antes de marcharse, el cual significaba el amor que nunca pudo ser.
Era el corazón de Eluney. Su Eluney.
Las dos esposas que él tuvo, siempre supieron que Alexander tenía a alguien en su corazón y, a pesar de que lucharon por adueñarse de ese amor, no lo consiguieron.
—Papá, ya decidí a dónde quiero ir cuenta de mi cumpleaños número quince —le dijo Eluney, su hija, a quien, en honor a esa chica con quien no pudo experimentar la verdadera felicidad, nombró para recordarla.
—¿A dónde? —Sonrió.
—A San Cristóbal de las Casas, Chiapas.
Alexander escupió su café mañanero y la miró con desasosiego, como si aquello hubiera sido una blasfemia.
—¿Por qué ahí? Pensé que querrías Suiza porque es tu país favorito desde que eras una niña.
La mención de aquel lugar lo tomó desprevenido.
En todos esos años siempre quiso volver a buscarla, pero la duda e incertidumbre de saber que ella estaba casada con ese horrible hombre, lo detuvo y decidió continuar con su vida y dejarla también seguir la suya a manos de ese demente.
—En clases nos dejaron hacer una investigación de sucesos impactantes que sucedieron en nuestro país y encontré el movimiento zapatista muy interesante —le informó—. Y el abuelo con anterioridad me contó sobre el movimiento zapatista en el que ambos estuvieron presentes y sobrevivieron de milagro. Y por eso decidí que quiero visitar ese lugar. Me parece algo mágico.
—¿Mágico? Mi vida, es un sitio donde hubo muertes inocentes.
—Lo sé y por eso deseo ir y honrar la memoria de aquellos que dieron su vida para defender sus intereses.
—Estás consciente de que casi muero ahí por culpa de ellos, ¿no?
—Sí, el abuelo me contó todo.
—¿Todo?
—Sí.
—Define todo —dijo con nerviosismo. Alexander había olvidado la última vez que se puso así.
—¿Hay algo que no me contó el abuelo? —inquirió con picardía.
—Eluney…
—Ya, papá. —Rió, divertida—. Solo me contó que tú y el tío Sebastián resultaron muy heridos por culpa de los rebeldes y lograron salir con vida de milagro.
—¿Solo eso? —Alexander pudo volver a respirar.
—Sí, ¿por qué?
—Por nada…
La pequeña Eluney se le quedó mirando con los ojos estrechados y él le dio un sorbo a su café para evadir su mirada quisquillosa.
—¿Estás segura de que quieres ir? —Tragó saliva. El café ya no le resultó tan amargo como aquel recuerdo—. Porque Suiza es más bello… —quiso persuadirla.
—Sí. Me encargaré de los boletos de avión, así que, papá, prepara tus maletas porque iremos a Chiapas —canturreó, dándole un beso a Alexander en la mejilla antes de ir a su dormitorio.
Le tomó un buen rato hacerse la idea de que había muchas posibilidades de encontrarla merodeando por ahí, o bien, solo estaba siendo paranoico. El pueblo era pequeño, sí, pero sería una enorme casualidad verla, en especial porque ella no vivía ahí, sino más retirado, en las montañas.
Ella debía tener cuarenta y ocho años y varios hijos con ese idiota.
Le sorprendió saber que aún le tenía celos a ese infeliz. Horacio Méndez. Un asqueroso hombre mucho mayor que ella, que ahora seguramente debía tener cerca de setenta años.
Si tan solo ella hubiera decidido venir con él a la capital, le habría dado la vida más perfecta, lujos, comodidades y por supuesto, amor, lealtad, respeto y fidelidad.
En resumen, le habría dado su vida entera.
Tras treinta años de ausencia, su corazón aun lloraba por ella.
Era cierto cuando afirmaban que, cuando un hombre se enamora y ama de verdad a una mujer, jamás la olvida. Continua con su vida sin ella, pero amándola para siempre.
Y era cierto, en lo que él respectaba.
Como en dos días estaba programado el vuelo, Alexander optó por hacerle una llamada a Sebastián, su amigo del alma, en quien se refugió desde aquel entonces para apaciguar su corazón roto.
Era pasada las once de la noche cuando su mejor amigo respondió.
—Alexander Marroquín, siglos sin recibir una llamada tuya —bromeó su amigo al atender la llamada.
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Editado: 19.08.2024