Un cambio de Corazón

CAPITULO 15

Libros, pergaminos y hojas sueltas olvidadas. Silencio, tranquilidad y tensa obediencia. Esos eran los preceptos que acompañaban a Emilia durante los últimos días. Desde que se había anunciado la apresurada y desconcertante fecha oficial de su compromiso, su rutina diaria se había transformado en estrictas y agotadoras lecciones sobre los principales adeptos del matrimonio. Y para la soñadora princesa, que siempre había tenido la esperanza de poder casarse por amor y viajar libremente en compañía de su pareja por aquellos hermosos e ilusorios lugares que tan bien se describían en los tantos libros que le encantaba leer, el repasar tan insistentemente todos aquellos decretos y reglas que se le exigían a toda mujer desposada, simplemente le aturdía. No era primeriza en aquellos temas, pues desde temprana edad y como a toda doncella de buena cuna, se le había instruido dentro de su excelente educación los saberes primordiales que debe cumplir una mujer para ser una esposa digna. Y aunque admitía que con el paso del tiempo y la falta de lectura les había olvidado, ahora descubría una leve inconformidad con los mismos.

Y esto no era sólo por su especificidad, que algunas veces era tanta que tocaba los extremos del absurdo, ni tampoco lo era por su excesividad, que Emilia contemplaba como algo innecesariamente amplio, si no, por el evidente afán de favorecer al hombre, al varón, por sobre las mismas necesidades de la mujer. Y lo comprendía. Después de todo, sabía que siempre se debía procurar el bienestar y la satisfacción del varón por sobre todas las cosas, incluso las propias. Su propia instrucción así lo marcaba. Pero rememorar todas esas normas de comportamiento marital le hacia casi imposible el no cuestionarse algunas cosas. Especialmente aquellas que concernían a los deberes maritales. Entendía a qué se referían aquellos adeptos, sin embargo, al ser el suyo un matrimonio político consideraba tales requisitos inexistentes e innecesarios. Simplemente era una unión simbólica e impoluta, sin sentimientos ni demandas filiales. Pero ahora lo dudaba. Pues en casi todas sus lecciones se tocaban con sutil dedicación dichos temas, como si significarán un requisito indispensable de su futuro matrimonio. Y aquello le inquietaba en demasía. Y el tener que reafirmarlo diariamente por sus lecciones tampoco le ayudaba a extinguir sus angustias.

Había tratado de hablar sobre ello con Dannia, pero su joven amiga mostró ser igual de inexperta en el tema que ella y el consultarlo con las sirvientas le distaba de correcto y apropiado. Lamentablemente tampoco contaba con la tutela maternal para orientarle en dichos casos, ni con alguna figura femenina dotada de experiencia y madurez que le fuera cercana, por lo que todas sus tormentosas dudas le invadían sin descanso cada día. Sabia que no podía expresar abiertamente sus inquietudes hacia ello, pero la libertad de pensamiento siempre había sido para ella una efectiva escapatoria. Aunque no muy útil para temas de tal naturaleza.

Y ahí, en medio de la inmensa y rica biblioteca real, sentada con extrema rectitud y gracia en el centro de una larga mesa de fina madera tallada ubicada en la misma, y en compañía de su estricta institutriz, para Emilia, sus cuestionables pensamientos le eran solo otro complemento a sus suplicios.

A su alrededor, múltiples filas de gruesos libros cubrían casi la totalidad de la mesa y, frente suyo, parada con imponente porte, su institutriz le escuchaba con suma atención mientras leía en voz alta, en espera de otorgarle una detallada y reprochable corrección sobre lo que recitaba.

Emilia acababa de leer el último precepto sobre las bondades del matrimonio y, con cauteloso cuidado, bajó el libro entre sus manos, cerrándolo y depositándolo sobre la mesa, mantenido su mirada baja y postura recta en todo momento.

-Bien, alteza-. Le dijo la mujer, brindándole una sonrisa satisfecha y orgullosa. -Esta vez no se ha equivocado en ningún mínimo detalle. Ahora, recíteme el punto VII del juramento de la buena esposa-.

Emilia asintió levemente, nerviosa por equivocarse y provocar el enfado de su tutora. Sabia que, de estar inconforme, la obligaría a recitar el amplio y tedioso juramento por completo.

-El mandato VII estipula que la esposa procurará la total satisfacción de su esposo, en la esfera afectiva, emocional y….física-. Titubeó. -Sin importar desacuerdo, inconformidad o deseos propios-.

Emilia fue consciente, como todas las veces anteriores, del significado de aquellas palabras. Y sólo un conocido pensamiento ocupó su mente en esos momentos; «físico». De nuevo todas sus angustias le invadieron por completo. Su institutriz era la única a quien nunca se atrevería a considerar hostigar con aquellos sensibles temas, pero verla tan interesada por ellos, aunque sólo lo mostrará superficialmente, le hacía cuestionarse sus decisiones.

-Excelente-. Continuó su tutora. -Su dominio por el tema a mejorado casi a la perfección. Aún le falta adoptar algunos principios, pero no es nada que su intelecto no pueda lograr. Nuestro tiempo por hoy a concluido. Repase la norma n°117 del cuidado y disposición de interiores y no necesito recordarle, su alteza, que la espero aquí mañana a la misma hora exacta de siempre-.

La contrariada princesa se levantó con elegancia de su asiento y se acerco a ella, con la poca resolución que tenía en esos momentos. Le dedicó una respetuosa reverencia, y cuando se alzó de nuevo a su altura, le miró a los ojos con auténtica preocupación. La mujer le sostuvo la tensa mirada, y alzando con sospecha una de sus gruesas cejas, se aventuró a preguntarle que pasaba.




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