Un día a la vez

Capítulo I

Valentina estaba de pie en una calle empedrada del centro histórico, rodeada por la majestuosidad de los edificios coloniales, su cámara colgando ligera de su cuello. El día era claro, el cielo de un azul impecable, y los colores vibrantes de la ciudad parecían bailar ante sus ojos. Había decidido salir a fotografiar para despejar su mente, como tantas veces hacía cuando necesitaba sentir la paz que las calles antiguas le brindaban.

Justo en el instante en que capturaba la imagen de un balcón adornado con flores, su teléfono vibró en su bolsillo. Sacó el móvil con una sonrisa distraída, esperando ver alguna notificación de las redes sociales o un mensaje de alguien cercano. Pero lo que encontró fue un correo electrónico. El remitente le llamó la atención: era la secretaria de Kevin, su novio.

Abrió el correo con curiosidad, sin imaginar lo que estaba a punto de descubrir. El texto, aunque breve, tenía un tono frío y decidido:

Estimada Valentina,

Sé que esta información será difícil para usted, pero no puedo continuar encubriendo a Kevin. Estoy harta de sus amenazas y de ser cómplice de sus engaños. Antes de presentar mi renuncia, creo que es justo que sepa la verdad: Kevin se casa en una semana. Adjunto le dejo la invitación a su boda. Lo que haga con esta información queda en sus manos.

Atentamente,

Lucía R.

Sintió que el mundo se detenía. El sonido de la ciudad a su alrededor se desvaneció, como si alguien hubiera bajado el volumen de la vida misma. Por un momento, no pudo procesar lo que estaba leyendo. Su corazón latía con fuerza en su pecho, como si quisiera escapar de la jaula de huesos que lo aprisionaba.

Abrió el archivo adjunto casi de manera automática, como en un trance. En la pantalla apareció una elegante invitación en tonos dorados y blancos, con el nombre de Kevin junto al de otra mujer. La fecha estaba claramente indicada: la boda sería en solo una semana.

—No puede ser… —murmuró para sí misma, sus manos temblando mientras sostenía el teléfono. La realidad la golpeó con la fuerza de un tren descarrilado. Kevin, su Kevin, el hombre con quien había compartido tantos momentos, quien le había jurado amor eterno, estaba a punto de casarse con otra persona.

Sintió un nudo en la garganta, y las lágrimas comenzaron a acumularse en sus ojos, desenfocando la imagen de la invitación. De repente, la cámara colgando de su cuello le pareció un peso insoportable. La soltó con cuidado sobre el suelo, incapaz de sostener nada más en ese momento.

Todo en lo que había creído, todas las promesas, las caricias, las miradas compartidas, se habían convertido en una cruel mentira. Se sintió engañada, humillada y usada. Cada palabra de Kevin resonaba ahora en su mente con un eco vacío, cargado de falsedad.

Las personas a su alrededor continuaban con su día, ajenas al cataclismo interno que sacudía a Valentina. Sentía que todo perdía sentido, como si la ciudad, tan vibrante y llena de vida momentos antes, ahora no fuera más que un escenario vacío y sin color.

Cerró los ojos con fuerza, tratando de calmar la marea de emociones que amenazaba con desbordarse. Sabía que debía hacer algo, pero en ese instante, lo único que pudo hacer fue dejar que las lágrimas corrieran por su rostro, mientras su mente intentaba asimilar el brutal golpe de la traición.

Valentina permaneció allí, inmóvil, durante un tiempo indefinido, hasta que un leve temblor en su cuerpo la obligó a reaccionar. Debía decidir qué hacer, pero el dolor era tan grande que apenas podía pensar con claridad. Finalmente, se apartó de la escena, recogió su cámara y, sin rumbo fijo, comenzó a caminar por las calles, buscando en la soledad de la ciudad alguna respuesta, alguna señal que le indicara cómo salir del abismo en el que se encontraba.

Una semana después.

Valentina se había pasado horas frente al espejo, ajustando cada pliegue de su vestido blanco. Sabía perfectamente lo que estaba haciendo; no era solo una cuestión de estilo, sino una declaración de guerra. El código de vestimenta exigía que todos los invitados fueran vestidos de azul, un símbolo de la serenidad y la fidelidad que la pareja deseaba proyectar. Pero ella no tenía intención alguna de seguir reglas que ya no significaban nada para ella. Eligió un vestido blanco, brillante y ajustado, de un corte elegante pero provocativo, que acentuaba cada curva de su cuerpo con una mezcla de clase y desafío.

Cuando llegó a la iglesia, las miradas comenzaron a seguirla desde el momento en que puso un pie en el lugar. Los murmullos se alzaron, como olas en un mar agitado, y no tardaron en llegar hasta el novio. Kevin, que hasta entonces estaba conversando con los invitados, sintió el frío recorrerle la espalda al escuchar su nombre susurrado entre la multitud.

Giró la cabeza y la vio. Valentina, radiante y serena, caminaba hacia él como un espectro del pasado, una visión de lo que había perdido o, mejor dicho, lo que él había destruido. Se quedó pálido, incapaz de apartar la vista. Ella le dedicó una sonrisa que era todo menos amigable, una mezcla de desafío y tristeza, como un recordatorio de las promesas rotas que todavía colgaban entre ellos.

Avanzó sin prisa, disfrutando del impacto que causaba a su alrededor. No le importaba que todos los ojos estuvieran sobre ella; era justo lo que buscaba. Su objetivo, sin embargo, no era Kevin, sino la mujer que estaba a punto de casarse con él. Ana Díaz, la prometida, la observaba con una expresión de desagrado que no lograba ocultar del todo. En ese momento, Ana dejó de hablar con una de sus damas de honor y se dirigió hacia Valentina, con la cabeza en alto, como intentando marcar la distancia entre ellas.




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