La luz se cuela por mi ventana de mi habitación obligándome a abrir los ojos para ver con cierto odio hacia la cortina mal cerrada, pero el olor que inunda la casa me espabila de golpe. Me levanto a pesar de que mis piernas parecen no haber despertado del todo y camino apoyándome en la pared de vez en cuando hasta llegar a la cocina donde veo a Su con ese viejo delantal que mi madre solía usar cuando mi padre aún estaba vivo. Ella voltea al sentir mi presencia y me sonríe.
Niego con la cabeza mientras el olor del chocolate, café y no sé qué otras cosas dulces inundan mi cabeza. Instintivamente me siento en la mesa y veo a Sumi esperando a que ella diga algo, cosa que intuye muy bien.
Justo cuando voy a abrir la boca para decir algo, ella vuelve a hablar.
Niego con la cabeza una vez más aunque ella no me esté viendo, parece que es muy buena conversando sin dejar de prestar atención a lo que prepara. Respiro profundo y al cabo de unos minutos, Su coloca sobre la mesa dos tazas de capuchino que huelen a ambrosía, luego, con un rápido movimiento, posa dos platos con una especie de sánguches de jamón y queso tostados a la perfección y que con solo verlos hace que no pueda contener las ganas de darle un mordisco, pero Su golpea mi mano justo cuando estaba a punto de tomar uno.
Asiento con la cabeza sin dejar de ver los manjares que yacen sobre la mesa y, en cuando Sumi toma asiento, llevo la taza hacia mi boca y puedo saborear ese sabor intenso del café combinado con el sutil sabor del chocolate en el fondo, el punto de azúcar es perfecto al igual que la temperatura que te invita a tomar un sorbo y mantenerlo en tu boca por unos segundos para inunde todos tus sentidos con esa explosión de sabor a café en mi lengua, cuando trago el capuchino me deja un sabor a chocolate ligero, pero muy marcado que va desapareciendo dejando una extraña relajación en mi mandíbula. Respiro profundo al mismo tiempo que poso la taza sobre la mesa, Su me observa con una sonrisa, no hace falta que le diga lo bien que sabe la bebida, así que me invita con la mirada a tomar uno de los bocadillos. Inmediatamente le doy una mordida saboreando en primer lugar el sabor de la mantequilla sobre el pan que es un poco dulce, un poco acanelado, crujiente por fuera y sumamente tierno por dentro, el sabor del jamón combinado con el queso perfectamente gratinado termina de lograr que emita ese típico sonido que hacemos todos cuando está delicioso, esto hace que Sumi suelte una pequeña risa entrecortada y empiece a comer su desayuno. No cabe duda del por qué trabaja en la cafetería donde lo hace.
Al terminar el desayuno levanto los platos, ordeno y lavo los servicios cuando Sumi me abraza por la espalda y posa su cabeza sobre mi hombro, me da un beso en la mejilla y se acerca a mi oído.
Ella suena triste, pero aliviada de cierta forma. Su silencio me tranquiliza mientras me abraza con más fuerza, me siento cálido.
Su me obliga a limpiar mi casa más de lo que suelo hacer, así que al cabo de unas horas queda tan limpia que casi no la reconozco, todo menos esa habitación donde dicen que nace la inspiración. Me quedo parado frente a la puerta que, aunque ya he entrado muchas veces, sigue provocando el mismo escalofrío en mí, pero Sumi abre la puerta como si no tuviera importancia alguna.
Ella espanta el polvo que intenta pegarse a su rostro agitando su mano y soplando, luego se va por un momento mientras yo me quedo pasmado en el mismo lugar. Regresa con múltiples implementos de limpieza que estoy seguro de que no los tenía y me ve inamovible en el mismo lugar.
Su me empuja un poco obligándome a salir de un trance en el que no sabía que estaba, así que le obedezco y voy a mi cuarto, me echo en la cama y cierro mis ojos mientras respiro profundo, cuando los abro, Sumi está echada a mi lado observándome, como si hubiera estado esperando a que despierte.
Ella ríe un poco, yo no puedo evitar sonreír hasta que ella se levanta y extiende su mano hacia mí para que la siga. Me lleva a la habitación que limpió y veo todo ordenado, limpio, no recuerdo este lugar tan impecable. Los cuadros de mi madre están ordenados en un lugar específico y ha separado todo lo que tiene que ver con pintura y dibujo de lo que tiene que ver con música. Su me dirige hasta el taburete frente al piano que ya no tiene una manta que lo recubre, es más, está reluciente.
Su se prepara para interpretar algo y, sin previo aviso, una andanada de notas cae una tras otra a la velocidad de un rayo, una expresión de mil sentimientos en un solo segundo y un movimiento de muñeca tan veloz que no puedo seguirle el paso. Las pocas notas que alarga suelen dejar un retumbo dentro de mí que logran su propósito: exigir que otra nota las reemplace en el acto, pero mientras más tiempo es la espera, más potente es esa sensación. La melodía tiende ir in crescendo hasta que el violín parece llorar, pero no porque suene mal, llorar de verdad, expresar un alarido que desgarra el alma para luego detenerse de golpe, como si algo lo hiciera feliz de repente y retomar esas notas largas que te hacen pensar que esa felicidad no está bien, que es una vil mentira acompañada de un bonito color para volver a explotar en un llanto que, esta vez, no aumenta, solo se mantiene en la misma intensidad, pero pareciera encontrar paz en medio de su tristeza, una tristeza que mengua hacia una alegría inexplicable, pero real. La pieza se detiene de golpe sin un final en sí dejándome a la espera de que Sumi retome el violín en cualquier momento para darle un final que no me deje con esta sensación de tenerlo todo, pero la incertidumbre de exactamente eso: ahora que tengo todo, ¿qué sigue? Observo a Su expectante, pero ella se relaja y me observa.