Un viajero errante

La visita

Saco un par de mantas del armario y me tumbo sobre uno de los colchones de la cabaña. ¡Está blando de la leche! Cuando llevas días durmiendo sobre el suelo, cualquier cosa te parece plumón de ganso. Suspiro de placer. No tengo mucho sueño después de dormir durante media mañana. Igual te puedo contar algo más sobre mi adolescencia.

Recuerdo un día, unos meses después de que nos hubiéramos mudado a nuestra finca nueva, en el que estaba en casa de Arno ayudándole con un nuevo proyecto suyo. El hombre quería construir un molino de viento para generar electricidad aprovechando diversas piezas de reciclaje que había ido recopilando.

Umberto se había vuelto a vivir a Italia, a veces lo echaba de menos, pero con Arno había encontrado un nuevo mejor amigo. Era una persona muy interesante, siempre tenía algún proyecto loco en mente con el cual experimentar y sabía un montón sobre casi cualquier oficio práctico, desde informática hasta albañilería pasando por fontanería, mecánica y carpintería. Además, desde que empezó a relacionarse con mi familia, había redescubierto su pasión por la agricultura y estaba encantado de que le quisiera ayudar con su huerto y a plantar su finca de árboles frutales. Siempre tenía un sitio preparado, en una caseta que se había construido, por si me quería quedar a dormir. A veces me pasaba semanas enteras con él; pues en mi casa, con mi familia, me acababa agobiando.

No me malinterpretes, no es que me llevara mal con ellos, me encantaba el entusiasmo con el que estaban descubriendo y transformando la finca. Un ejército de hormigas laboriosas les hubiera envidiado. Mis hermanos y mi madre plantaban huertos y árboles, ampliaban poco a poco las construcciones y habían descubierto nuevas aficiones como la talla en madera o la alfarería. Yo participaba en todo encantado, las cosas que me agobiaban eran otras; por ejemplo, que debido al jaleo que había todo el rato en nuestra pequeña casa me costaba mucho concentrarme en mis estudios. Estaba en último año de secundaria y, a pesar de que estudiara a distancia, al menos quería acabarla como era debido. Siempre había sido un buen estudiante y no quería bajar la nota justo al final.

Además, en cierta manera en casa me sentía limitado en otros aspectos. No me juzgaban abiertamente; pero cada vez que hacía o decía algo que no encajaba con la forma de pensar de mi madre, cambiaba su estado de ánimo y yo sentía un reproche silencioso que me ahogaba por dentro, como uno de esos nudos en el estómago que no te dejan respirar con normalidad. Por alguna razón mi madre todavía mantenía ciertas costumbres del «Culto» y había adquirido otros nuevos prejuicios y manías.

Por ejemplo, tenía una visión muy limitada y tradicional de ver el amor y el sexo. Consideraba que solo se debería demostrar afecto o tener relaciones cuando había expectativas de que fuera algo para toda la vida. ¿Te lo puedes creer? Te podrás imaginar que yo con mis hormonas de adolescente tenía otra opinión muy diferente sobre el asunto. Quería descubrir el mundo de las relaciones y de la atracción a mi manera sin tener que sentirme atado, creo que en el fondo no era muy diferente de casi cualquier otro adolescente a esa edad.

Te confesaré algo. Un día me encontré por casualidad en el río con aquella chica que me gustaba. Sí, la de los ojos chocolate un año menor que yo. La descubrí nadando en una de las muchas pozas profundas de las gargantas que bajan de las montañas de la sierra de Gredos. No tenía ni idea de qué hacía allí sola. Me quedé mirando unos instantes anonadado.

—¡Ey! Markus —me saludó al darse cuenta de mi presencia. No tenía ni idea de que sabía mi nombre—. Anda tío, ven y date un chapuzón.

Me dedicó una sonrisa deslumbrante. Algo indeciso aún, me desvestí y le hice caso. Sentí un impulso de echarme para atrás al notar el frescor con el que el agua se cerraba sobre mi torso, pero enseguida me acostumbré. La chica tomo un sorbo y lo sopló hacia arriba entre risas. El chorro cruzó el aire delante de ella dibujando un medio arco que reflejaba la luz del sol en toda la gama del arco iris. Comenzó a nadar de espaldas y la seguí. Al final nos sentamos sobre una de las muchas rocas grisáceas de granito, que forman el lecho de la garganta, para tomar el sol.

—Hace tiempo que no te veo por el insti —observó. Se giró hacia mí y comenzó a contemplarme—. ¿Te has ido a estudiar a otro?

—La verdad es que no, estudio desde casa, a distancia.

—Ay, ¡qué guay! Así al menos te libras de los niñatos estúpidos.

—¿Niñatos?

—Sí, perdona, estoy mosqueada. Son estúpidos. ¿Vale?

—Vale... —No tenía ni idea a qué venía el comentario. La chica se rio y volvió a sumergirse dentro del agua. Salió justo a mi lado y se tumbó tiritando.

—Tía, te quedarás helada.

—No creo, ya verás que enseguida me caliento otra vez —replicó, pero se pegó más a mí como huyendo del frío—. ¿Sabes? Siempre me has parecido curioso. Eres diferente.



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En el texto hay: realismo, autostop, mochilero

Editado: 31.10.2018

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