Aún falta un rato para que llegue el autobús, estoy solo en la estación. Reparo en un hombre de unos treinta años, nariz de zanahoria y la cabeza pelada. Me mira de reojo con cara de pocos amigos mientras pasea un rottweiler enorme. Ni idea qué le habré hecho, hay personas a las que tu mera presencia parece molestarles. Decido ignorarle y ya.
Debes saber que mi vida dio otro giro cuando Arno empezó a dejarme solo en su finca durante periodos cada vez más largos. En una de esas ocasiones llevaba más de dos meses en Madrid, mientras yo cuidaba de su finca y me aburría. Había sido divertido estar allí en su compañía, aprendiendo algo nuevo todos los días. También me gustó la libertad de la soledad al principio, hasta que se volvió monótona.
Cuidaba el huerto y regaba los árboles sin demasiado entusiasmo como un autómata, para después volver a echarme en la cama a leer, a pasar las horas y a dejar a mi mente volar hacia una especie de sueño despierto. Ni me quitaba el pijama, algunos días ni siquiera me levantaba. ¿Para qué?
Un día pisé un tornillo que había tirado por el suelo de la habitación única del pequeño edificio que habíamos arreglado y grité de dolor. Confuso contemplé mis alrededores. Por el suelo había cantidad de martillos, destornilladores, placas metálicas y piezas de ordenador tiradas. Recordé que había tratado de entretenerme arreglándolos, pero no era lo mismo sin Arno. Me apoyé sobre la cocina de gas. Mis manos rozaron algo blando. Raspé con la uña la película grasosa de procedencia indescifrable que se había acumulado entre los fogones. Me dispuse a lavarme asqueado. El fregadero estaba repleto hasta arriba de ollas, vasos y platos con restos de verdura y pasta pegados. En algunos empezaban a brotar filamentos blancos. Emitía un olor acre, a compost mal fermentado. Me aparté de allí.
Saqué un maletín de primeros auxilios que guardábamos en el armario de un pequeño baño que consistía en una ducha de agua fría y un wáter seco. Vamos, un asiento y tapa de inodoro que cubrían un agujero que conectaba a una cámara que se podía limpiar desde el exterior. Solo lo usaba cuando llovía, me había acostumbrado a hacer mis necesidades al aire libre desde hace tiempo porque el cuartucho me daba asco. No te creas que es nada del otro mundo. Una pequeña azada me servía para enterrar el truño y después me limpiaba el culo con el agua de alguna de las mangueras. Nunca entendí a la gente que monta un drama cada vez que van a cagar en el monte. Lo llenan todo de mierda y cintas interminables de papel higiénico que no se logran descomponer en meses y que al final acaban volando con el viento hacia todas partes. Me asqueaba la idea de convertirme en alguien tan mugriento, asqueroso y descuidado. Pensé que tendría que ponerme a limpiar y a ordenar la casa, pero antes necesitaba curarme.
El intenso sol de mediodía me cegó al salir descalzo y cojeando a la calle. Me sentía como si hubiera entrado dentro de un horno, los veranos son calurosos en Extremadura. Esperé unos segundos a que se me acostumbrara la vista y caminé hasta el grifo de la manguera más cercana. El agua me quemaba la piel, lo dejé correr un rato hasta que se enfrió. Mi herida había dejado de sangrar. Por suerte no era muy fea; aun así, escoció al echarle el yodo.
Después de vendarme me quedé contemplando el paisaje unos instantes.
«¿Qué me está pasando?», pensé.
Me incorporé de un salto. Casi me volví a sentar por el pinchazo repentino de mi pie.
«Tengo que espabilar.»
Me di una vuelta por la finca, pisando con cuidado, para ver si algo se me había pasado por alto. Descubrí que un par árboles se me habían secado. Habíamos extendido una línea de goteo para regar esa parte de la finca con mayor comodidad. Yo me había limitado a abrir y cerrar el grifo sin pararme a revisar si los goteros estaban atascados o no. Me asusté por mi negligencia. Era algo que no se podía arreglar tan fácil. No bastaba con pasar una escoba o una bayeta como en la casa. Temí que Arno me fuera a echar la bronca cuando volviera.
Al final me dije que tampoco me podían echar la culpa de nada, aún no era ni mayor de edad y la finca tampoco era mía en realidad. Creo que en general solemos valorar más las cosas cuando son nuestras. Algo extraño el concepto de propiedad, ¿no te parece?
A partir de ese momento empecé a prestar más atención a lo que hacía. No quería decepcionar a Arno, pues le estaba agradecido. Me hacía sentirme valorado, algo que nunca me había pasado con Natanael. A lo mejor por eso me desquiciaba tanto que me dejara solo.
Había conocido un vecino suyo hace un tiempo. Se llamaba Noah y vivía en la última finca habitada de la montaña. A veces se paraba a hablar con nosotros cuando pasaba por el camino. Algunos chismosos del pueblo decían que estaba loco, ni idea por qué. Sí que era cierto que tenía ideas algo extrañas sobre las plantas y la agricultura, siempre que había hablado con él me sorprendía con una perspectiva original y diferente. ¿Acaso eso te convierte en loco?