Ronquidos. Escucho un estruendoso tintineo de algo metálico que rebota contra el suelo duro en la distancia. Los ronquidos se interrumpen. Abro los ojos de golpe. Trato de vislumbrar algo entre la penumbra mientras me froto las legañas con el dorso de la mano. Sigo en la sala de La Makabra. Vuelven a escucharse ronquidos. Provienen del mendigo tumbado sobre los cartones de su rincón que vi anoche. No hay ni rastro del malabarista, tampoco de nadie más. Me incorporo despacio. Siento como la sangre se precipita con un fuerte hormigueo hacia mi antebrazo izquierdo que se había quedado dormido aprisionado bajo mi cuerpo. Siguen escuchándose ronquidos.
Enrollo mi saco despacio, tratando de hacer el mínimo ruido posible para no molestar al mendigo, lo sujeto en la parte trasera de mi mochila y me dirijo hacia la salida. Sigue sin haber nadie a la vista. Ni siquiera hay luz en la zona donde duermen los residentes. En el silencio la enorme sala tiene un aura mecánica y antinatural, tétrico, me siento rodeado de las entrañas, manecillas y engranajes de un reloj gigante diseccionado. Un escalofrío me sacude. Espero que la puerta no esté cerrada con llave o algo parecido. Tengo la extraña sensación de que un par de ojos me observan desde alguna parte. Sigo hacia adelante resistiendo la tentación de darme la vuelta y empujo el picaporte hacia abajo, cede con un suave clic. Los templados rayos del sol matutino me dan la bienvenida al exterior. Miro hacia atrás. Sigo sin ver a nadie en la nave. Igual puedo ir al mar a darme un baño hasta que se despierten los dos chicos con los que hablé ayer.
Han pasado un par de horas desde que volví de la playa a la nave. Sigue sin haber ni rastro de los chicos de ayer. El mendigo que vi esta mañana ha desaparecido también. Ahora solo hay un grupo de chicos bailando break dance. Uno de ellos impresiona. No porque tenga una gran variedad de movimientos de baile rebuscados, no. Solo tiene uno, dar vueltas sobre la cabeza. ¿Qué lleva? ¿Cinco minutos? ¿Diez? Difícil decirlo, pero una barbaridad desde luego. Gira y gira a una velocidad endiablada sin siquiera rozar el suelo con los brazos. Parece increíble que no se maree. Me pregunto cuántas horas le habrá costado dominar esta técnica con tanta maestría. Muchísimas sin duda. Termina otra canción, otra, y otra. Por fin ralentiza sus giros y se deja caer en el suelo rendido. Su respiración exhausta retumba a través del repentino silencio de la sala. Todos los presentes aplaudimos. Un par de los compañeros del chico se giran hacia mí. Miradas interrogantes. Dejo de aplaudir y me vuelvo hacia mi mochila.
Rebusco entre mis pertinencias para ver si encuentro los restos de algo comestible. Solo me queda una manzana arrugada y algunas almendras. Pego un gran mordisco a la fruta. No cruje, pero al menos está dulce. Tiene una textura extraña, entre acartonada y harinosa. Consigo engullirla con la ayuda de un trago de agua, por suerte las almendras están mejor. Observo el bullicio de la sala mientras las casco una a una con ayuda de un pedazo de ladrillo que encontré tirado en un rincón. Han entrado dos chicas nuevas. Están haciendo ejercicios de calentamiento y conversando en voz baja.
—¡Qué sí, tía! No puede ser tan complicado.
—Bueno, no se pierde por probar, pero si vemos que sale una mierda, paso de todo.
—Ya verás que saldrá. Aquí no se cancela nada.
Para mi sorpresa se dirigen hacia una de las telas. ¡Por fin alguien que utiliza el mismo aparato que yo! Empiezan a ensayar una especie de número a dúo. Su estilo, las posturas, subidas, descensos, arrojes y demás técnicas que utilizan son bastante diferentes a las que conozco, aunque tampoco parecen demasiado complejas. Sigo observándolas con disimulo. Una es morena, un par de bucles negros rebeldes se escapan del moño que recoge su pelo rizado. Es de estatura mediana, delgada y fibrosa. Se mueve con fluidez a lo largo de la tela. Arriba y abajo. Sus movimientos tienen algo grácil, rítmico, casi como si estuviera bailando ballet. Se nota que tiene años de experiencia. En cambio la otra, una chica rubia más alta que yo con la cara roja y brazos de culturista, se aferra a la tela como si su vida dependiera de ello. Sus movimientos son torpes y lentos, parece un saco de patatas. Como no se relaje, no durará ni cinco minutos.
Tal como había pensado, poco después yace exhausta sobre la colchoneta. Respira con dificultad y está sudando a chorros. Su optimismo inicial parece haberse esfumado. Ahora ambas chicas observan el techo con miradas oscuras en silencio y sin mover un músculo, cual estatuas de cera derretidas. Tendrán trabajo para sacar su número adelante dada la evidente diferencia de nivel que hay entre las dos.
Llevo un rato rompiéndome el coco para hallar una manera de acercarme a ellas sin que parezca raro. Puede que desde que empecé a viajar ya no sea tan tímido como antes, pero aún hay veces que me cuesta entablar conversación con gente que no conozco, sobre todo si son chicas. ¿Qué digo? Tengo que centrarme en que no me interesan por ser chicas, sino solo porque hacen telas y ya. No puede ser tan complicado. A veces creo que cuando llegas a un nuevo lugar y empiezas a conocer gente, la primera impresión que das cuenta mucho. Si ya de entrada te ven como alguien tímido, cerrado, inexpresivo, frío. Esa imagen se te pegará y condicionará todas tus relaciones futuras. Una vez que tienes la etiqueta puesta, es muy difícil sacudírtela. Te persigue como una lapa hasta que ya no puedes más y tomas la decisión de mudar de piel y buscar nuevos horizontes en los que crecer, al igual que hacen los reptiles. En cambio; cuando la primera impresión que tienen de ti es de alguien con iniciativa, abierto, alegre, divertido; también se quedan con esa idea. Y si se da el caso de que te vean un día ensimismado o en silencio, enseguida se preocupan pensando que estás deprimido o que te ha pasado algo. Por último, están esos casos en los que la primera impresión que tienen de ti es de alguien con mal genio, y allí, digamos que allí no suele haber oportunidad para causar una segunda impresión.