Nunca he sido un gran admirador de las nuevas tecnologías de comunicación. Son un poco como las drogas. Al principio solo ves ventajas; un mundo infinito e inexplorado repleto de sorpresas. La posibilidad de estar conectado en cualquier lugar y en cualquier momento con todo el mundo. Por fin la madre puede saber por dónde anda su hijo. El novio puede escribirle a su amada en mitad de la noche, en mitad de la tarde, en mitad del día. El empresario puede mantener todo su equipo bien controlado y comunicado, aunque estén repartidos por todos los confines del mundo. Por fin puedes encontrar la información que te haga falta al instante, reservar tu hotel sin salir de la cama. ¡Qué digo! Ni hace falta que viajes. Puedes ver el mundo en la palma de tu mano sin moverte del sillón.
Todo son luces y colores hasta que un día picamos el anzuelo y acabamos encerrados detrás de una pantalla. Entonces ya solo eres un pez que cree conocer el mundo mirando las cuatro paredes que su dueño le deja ver desde la burbuja de su pecera. Un pez que se ha vuelto cómodo, que ha olvidado cómo nadar en libertad. Que no sabe que existe algo más allá de la bombilla que se enciende y se apaga a intervalos irregulares. Obeso de la comida que le cae del cielo (o del frigorífico) como por arte de magia. Un pez dócil, muerto, que apenas se comunica con los cuatro pececillos encerrados en la misma jaula, aunque la mayoría de las veces suela estar solo.
Demasiados amigos he visto arrastrados hasta el fondo ya. Refugiados en sus cuevas con ojos llorosos, alérgicos a la luz como los vampiros de los cuentos e incapaces de establecer una conversación normal con nadie. Sí, no opino gran cosa de las nuevas tecnologías, pero por alguna razón he acabado a las puertas de un cibercafé otra vez.
—Solo quiero ver si me han escrito —me digo. El viento arrastra el débil eco de unas campanas por encima de las cabezas de la marea de turistas que pululan a mi alrededor. Marca las 10:00. Una mano menuda aparece tras el cristal del café y el negocio abre sus puertas.
—Quiero media hora, por favor.
—Son ochenta céntimos.
Contemplo como la pantalla ante mis narices deja de arrojar números y letras al azar y el logotipo de Windows se dibuja en ella. Han pasado ya casi cinco minutos. Tamborileo con mis dedos con impaciencia. La dueña del chiringuito me echa una mirada de reproche, a pesar de que no hay nadie más en la sala. Me encojo de hombros. Por fin la máquina deja de cargar y me permite abrir el navegador. Accedo a mi cuenta de Facebook. Igual para poder hablar con los peces, hay que meterse en la pecera.
No tengo ningún mensaje nuevo de Mika. En cambio, sí tengo un mensaje de Kyra. Apenas llegó dos días después de que le respondiera allá en aquel pueblo perdido en los Pirineos, cuando intentaba averiguar por qué narices no había nadie en el sitio de reunión del rainbow. Repaso toda nuestra conversación desde el principio:
«¡¡Holiii!! ¿Qué tal? ¿Estás en Extremadura? Hace tiempo que no te veo...»
«¡Hola! ¡Muy bien! Pues estoy fuera... ¿Tú qué tal?».
Y el mensaje nuevo:
«Bien también, pero me estoy asando de calor aquí. ¿Vas a venir este verano?».
Así sin más, sin ningún emoticono de esos que pretenden transmitir nuestro estado de ánimo y el tono con el que decimos las cosas. No sé qué pensar. ¿Acaso me está echando de menos? ¿O solo se aburre y es puro cotilleo? ¿Qué sentido tiene que vuelva al pueblo a estas alturas? Escribo y vuelvo a borrar el mensaje una y otra vez antes de enviarlo.
«No lo sé. Puede que vaya más tarde. Estoy bien aquí. Si voy, te aviso».
Salgo del local con tanta prisa que me trastabillo en el escalón de la entrada. Me siento como si me persiguieran todos esos demonios con los que nos aterrorizaba Natanael de pequeños.