Una colombiana en Mauthausen

Capítulo 9

El aire frío y húmedo del campo anexo se colaba por las rendijas de las ventanas, como si incluso la madera y el metal se negaran a ofrecer refugio en Mauthausen. Sofía todavía se encontraba en la costurería militar, un nuevo lugar de trabajos forzados, donde el sonido de las agujas perforando la tela marcaba el paso del tiempo.

Con manos hábiles, cosía uniformes raídos que parecían llevar la tristeza del mundo en sus costuras. Algunas prendas aún tenían rastros de sangre, despojos de aquellos que habían caído en el frente o en los mismos campos.

"Las manos son el espejo del alma", recordaba las palabras de su madre, como un eco distante de su infancia en Medellín. Ahora, sus manos ya no reflejaban arte ni ternura, sino supervivencia.

A su lado, Lucile trabajaba con la misma resignación. Habían aprendido a moverse sin llamar la atención, a mantener la cabeza baja y a obedecer sin preguntas.

Esa mañana, el silencio tenso del taller fue interrumpido por un grupo de guardianas que entraron con pasos firmes. Entre ellas, una mujer de cabello corto y mirada acerada: Eva Müller.

—Guten Morgen, Frauen. (Buenos días, mujeres.)

El murmullo cesó. Todas se pusieron rígidas. Sofía sintió un escalofrío recorrerle la espalda. La voz de Eva era firme y cortante.

—Heute haben Sie eine neue Aufgabe (Hoy tendrán una nueva tarea). —Su mirada recorrió la habitación con la meticulosidad de quien evalúa ganado en un mercado—. Die nächsten Gefangenen treten vor, wenn Sie Ihre Nummer hören (Las siguientes prisioneras, den un paso adelante cuando escuchen su número).

Un silencio sepulcral se apoderó de la sala. Eva sacó una hoja arrugada de su abrigo.

—66412.

Una mujer mayor, de ojos hundidos y expresión cansada, avanzó con pasos temblorosos.

—68260.

Lucile apretó la mano de Sofía antes de dar un paso al frente.

—68259.

Sofía sintió su cuerpo entumecerse, pero obligó a sus piernas a moverse.

Eva continuó llamando números. Cada mujer que avanzaba se veía igual: delgada, con el rostro consumido por el hambre y los ojos llenos de resignación.

Cuando terminó, Eva dio un paso adelante y sonrió con frialdad.

—Sie wurden für den Eintritt in die Kunstschule ausgewählt (Han sido seleccionadas para ingresar a la Escuela de Arte).

Un murmullo recorrió el grupo. Sofía intercambió una mirada con Lucile.

—Sie werden ausgewertet. Nur das Beste wird bleiben. Diejenigen, die nicht unseren Erwartungen entsprechen... (Serán evaluadas. Solo las mejores permanecerán. Las que no cumplan nuestras expectativas...) —Eva dejó que sus palabras se desvanecieran, pero su mirada helada lo decía todo.

El Barracón de las Artistas

Las prisioneras seleccionadas fueron conducidas a un barracón diferente. Allí, el aire era pesado, cargado con un silencio tenso. Sofía y Lucile se quedaron cerca la una de la otra mientras observaban a las demás.

—¡Otra más! —La voz de una mujer interrumpió el silencio.

Sofía giró la cabeza. Frente a ellas, una mujer de cabello oscuro y mirada serena las observaba con curiosidad.

—¿Nuevas en el grupo? —preguntó con un dejo de cansancio.

Lucile asintió.

—Ils nous ont sélectionnés aujourd'hui (Nos seleccionaron hoy).

—Bienvenidas al infierno, —dijo otra voz.

La dueña de esas palabras era una mujer de rasgos duros, con cicatrices en las manos.

—¿Quiénes son? —preguntó Sofía.

—Clara, —respondió la primera mujer con voz más amable. —Y ella es María.

—Españolas, —agregó María. —Exiliadas. Republicanas. Lo que sea que les moleste a estos cerdos.

Sofía intercambió una mirada rápida con Lucile.

—Soy Sofía. Ella es Lucile.

—Francesa, —dijo Clara, observando a Lucile. —¿Y tú?

—Colombiana.

Las dos españolas intercambiaron miradas sorprendidas.

—No hay muchas sudamericanas aquí, —murmuró María—. Bienvenida.

Antes de que pudieran hablar más, otra voz irrumpió en el grupo.

—Marietta.

Se trataba de una joven de cabello castaño y ojos encendidos, que sonrió con amabilidad.

—Italiana, ¿cierto? —preguntó Sofía.

Marietta asintió.

—Non possiamo arrenderci, ragazze. La nostra arte è la nostra libertà. (No podemos rendirnos, chicas. Nuestro arte es nuestra libertad.)

Sofía sintió algo removerse en su interior. Había escuchado muchas formas de resistencia en el campo, pero nunca una que se expresara con arte.

La Escuela de Arte

Al día siguiente, las llevaron a un barracón diferente. En su interior había mesas, caballetes y materiales de pintura. Sin embargo, la atmósfera estaba lejos de ser la de un taller de artistas.

Eva apareció en la puerta.

—Sie werden malen. Sie werden zeichnen. Sie werden nähen. Alles, was bestellt wird (Pintarán. Dibujarán. Cosarán. Todo lo que se les ordene).

Las mujeres se mantuvieron en silencio.

—Entspricht ihre Arbeit nicht unseren Erwartungen, werden sie an ihren alten Arbeitsplatz zurückgeschickt. Oder noch schlimmer (Si sus trabajos no cumplen con nuestras expectativas, serán enviadas de vuelta a sus antiguas labores. O peor).

Un escalofrío recorrió a todas.

Sofía fue asignada a restaurar retratos. La pintura era algo que conocía bien, pero ahora tenía un propósito completamente diferente.

Mientras pintaba, sintió una mirada sobre ella. Era Eva.

—¿Wo hast du das gelernt? (¿Dónde aprendiste a hacer esto?) —preguntó con un dejo de curiosidad.

Sofía tardó en responder.

—En Medellín.

Eva arqueó una ceja.

—Interessant (Interesante).

Se alejó sin decir más.

A caer la noche, cuando todas dormían, Sofía y Lucile se deslizaron fuera del barracón, entre las sombras. Se refugiaron en un rincón oscuro, lejos de las miradas ajenas.

—No sé cuánto tiempo más podremos seguir aquí, —susurró.

Sofía no respondió de inmediato.




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